Mercenarios del micrófono

A Contragolpe: Mercenarios al micrófono, la guerra no convencional

En la guerra no convencional que libra el imperialismo contra Cuba las trincheras ya no son solo políticas o económicas. El campo de batalla se ha trasladado, con insidiosa astucia, al territorio de las emociones, los sentimientos, las ideas y la identidad: la cultura. Y en este teatro de operaciones figuran actores que, a veces sin plena conciencia del guion que interpretan, se convierten en la punta de lanza de una estrategia de subversión perfectamente orquestada y financiada. Hablamos de artistas. Sí, artistas. Ellos son el «enganche».

La premisa es simple, casi obscena en su pragmatismo manipulador: ¿Quién tiene acceso directo al corazón y la mente de nuestra gente? ¿Quién goza de popularidad, de seguidores que admiran su talento, su voz, su imagen? ¿Quién, a través de una canción, un video, un comentario en redes sociales, puede sembrar la duda, normalizar una crítica o presentar una realidad distorsionada con el disfraz del entretenimiento o la «libertad creativa»?

La respuesta, lamentablemente para quienes pretenden usar el arte como arma, son precisamente esos artistas formados en nuestras escuelas, conocidos en nuestra televisión y admirados por nuestro pueblo.

Entra en escena, entonces, plataformas como La Familia Cubana, que se viste con el traje de proyecto «sociocultural», de espacio para «promover artistas» y «celebrar la cubanía». ¡Qué noble propósito! Pero rasquemos apenas la superficie de ese barniz. ¿Promoción desinteresada? ¿Espacio genuino? La realidad es mucho más cínica. La Familia Cubana, y otras iniciativas similares que proliferan en nuestro ecosistema digital, no son más que herramientas de manipulación de masas. Su objetivo primordial no es el arte, es la audiencia.

Utilizan a los artistas populares –precisamente por su amplio alcance mediático y su base de seguidores dentro de Cuba– como carnada, como vehículo para introducir un mensaje tóxico en el cuerpo social de la nación. Es el caballo de Troja del siglo XXI, pero con ritmo de reguetón y filtros de Instagram.

Este no es un fenómeno espontáneo ni inocuo. Es una pieza clave dentro de la doctrina del «golpe suave», adaptada específicamente a la guerra cultural e ideológica que Estados Unidos libra contra Cuba. El imperialismo, con su vasta experiencia en dominación, sabe que las ideas, las emociones, los símbolos y los valores son tan o más poderosos que las balas. Sabe que socavar la identidad revolucionaria, erosionar la confianza en el proyecto socialista, y promover el individualismo feroz y el consumismo capitalista, son pasos esenciales para lograr su objetivo final: la restauración capitalista en nuestra isla.

¿Y cómo se materializa esta guerra? El modus operandi es claro y cuenta con un financiamiento jugoso. Agencias como la USAID, la NED –una fachada «filantrópica» ampliamente documentada como brazo de la política exterior intervencionista de EEUU– y, por supuesto, los tentáculos más oscuros de la CIA, destinan millones de dólares a proyectos «culturales». Estos fondos no buscan fomentar el arte libre; buscan comprar conciencias y financiar una narrativa específica: la anticubana.

Dentro de esas estrategias, uno de los objetivos es identificar, reclutar o crear artistas –cubanos, o de origen cubano– dispuestos, consciente o inconscientemente, a convertirse en portavoces de esta narrativa. Se les promociona, se les da plataformas internacionales, se les construye una aureola de «rebeldes» o «censurados». Se busca construir una supuesta «oposición artística» con rostro conocido dentro de Cuba.

A Contragolpe: Mercenarios al micrófono, la guerra no convencional
Diseño gráfico original: Frank Arena Bonilla

Y es en esta fase donde entra la sofisticación perversa. No se trata (solo) de panfletos anticomunistas burdos. Se utiliza la «propaganda gris»: aquella cuya fuente de financiamiento e intención última se ocultan cuidadosamente. El mensaje se envuelve en el lenguaje del «drama humano», la «crítica social», el «humor», o incluso, la simple «apoliticidad».

El artista dice: «Yo solo canto lo que veo», «no soy político». Pero su «mirada» es selectiva y profundamente política.

¿Cómo lo descubrimos? Pues porque se magnifican problemas sociales reales, como si Cuba fuera el único país del mundo que los tuviera, se sacan de contexto, se presentan como fracasos exclusivos y definitivos del sistema socialista.

Lo sabemos porque jamás se menciona el bloqueo, esa guerra económica brutal que es la causa principal de nuestras mayores carencias. Esa omisión no es casual; es deliberada. Es borrar la agresión para culpabilizar a la víctima.

Lo sabemos porque nunca se condena a los verdaderos arquitectos del sufrimiento del pueblo cubano: los extremistas de Miami y sus aliados en el Congreso estadounidense, que aprietan el cerco del bloqueo con saña renovada. Su discurso se detiene en la crítica interna, nunca señala al agresor externo.

Lo sabemos por la promoción del individualismo y el materialismo. Ese imaginario sobre la vida del artista exitoso que «triunfa» fuera (gracias, muchas veces, al apoyo de esas mismas agencias), rodeado de lujos y consumismo, que se presenta como el modelo a seguir. Se exalta el «sálvese quien pueda» frente a la ética del esfuerzo colectivo y la defensa de la soberanía nacional. Es la farándula como ideal.

Lo sabemos por el ataque a los símbolos y valores. Por la utilización del humor ácido –muchas veces simple sarcasmo barato–, la sátira malintencionada o la representación distorsionada, que busca ridiculizar a los líderes históricos de la Revolución, a sus instituciones, a nuestros logros, y a los valores de dignidad, resistencia y justicia social que nos definen.


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Lo sabemos por la victimización entendida como narrativa, la cual no busca más que presentar a Cuba como una «dictadura» que «reprime la libertad de expresión» y «persigue a los artistas».

Pero hay que llamar a las cosas por su nombre: lo que se reprime, con toda la fuerza de la ley y la razón, es la subversión pagada por el enemigo. La que se financia con dólares del contribuyente estadounidense para desestabilizar a una nación soberana. Confundir la defensa legítima con «represión» es parte fundamental del guion.

Surge entonces la pregunta incómoda: ¿Son estos artistas conscientes traidores o víctimas utilizadas? La respuesta, como casi todo en la vida, no es blanca o negra. Tú sabes tanto como yo que existen figuras plenamente conscientes de su papel al servicio de la maquinaria anticubana, movidas por resentimiento, ambición o simple adhesión ideológica al capitalismo. Pero también hay muchos, probablemente la mayoría, que actúan como «mercenarios culturales» inconscientes.

Creen genuinamente estar expresando «su verdad» o «criticando constructivamente». No ven, o no quieren ver, los hilos que los mueven, la plataforma que los sostiene gracias a fondos oscuros, ni cómo su discurso «apolítico» es instrumentalizado para servir a un objetivo político de altísimo vuelo: el derrocamiento del orden socialista en Cuba.

Son peones en un tablero geopolítico. Su «crítica», siempre sesgada hacia el lado que conviene al enemigo, carece de autenticidad porque omite la causa raíz de los problemas que señalan y absuelve a los verdaderos responsables. Es una crítica cómoda para Washington y Miami.

Frente a esta arremetida sofisticada, la responsabilidad no recae solo en el Estado y sus instituciones de defensa de la soberanía cultural. Recae, especialmente, en el pueblo, en nuestros públicos, en cada cubano que consume cultura.

Hay que pensar críticamente y no tragarnos el cuento entero. Ante un contenido artístico que critica ferozmente la realidad cubana, hay preguntarse: ¿Quién está detrás de esta plataforma? ¿Quién financia a este artista? ¿Por qué solo muestra un lado de la moneda? ¿Por qué nunca menciona el bloqueo? ¿A quién beneficia realmente este mensaje?

Hay que reconocer que no todo lo que se presenta como «arte independiente» o «crítica social» lo es genuinamente. Detectar la omisión deliberada del bloqueo es una clave fundamental. La propaganda gris busca pasar desapercibida, infiltrarse como sentido común.

Cuba libra una batalla desigual contra la mayor potencia del mundo. Comprender que nuestras dificultades no existen en el vacío, sino bajo el asedio constante de una guerra económica sin precedentes nos permitirá exigir que cualquier crítica honesta parta de reconocer ese contexto agresor.

Hay que buscar y promover el arte que nace de la auténtica creación cubana, el que refleja nuestras complejidades sin servir a agendas extranjeras, el que celebra nuestra identidad y resistencia, el que sí contribuye, desde la diversidad, pero con lealtad a la Patria, al desarrollo cultural de la nación socialista.

La batalla por la cultura no es un asunto secundario. Es la batalla por el alma de la nación, por la memoria histórica, por los valores que nos sostienen frente a la agresión. Plataformas como La Familia Cubana son solo la punta del iceberg, un instrumento más en una estrategia imperialista que busca minar la Revolución desde dentro, utilizando la popularidad de nuestros propios artistas como caballo de Troya.

Denunciar este mecanismo perverso, exponer los hilos del financiamiento encubierto, y educar al pueblo para que desarrolle un pensamiento crítico férreo frente al diluvio de mensajes manipuladores, es tarea urgente.

Los artistas pueden ser el «enganche», pero la defensa más sólida está en un pueblo informado, consciente y orgulloso de su historia y su proyecto socialista. No nos dejemos engañar por los mercenarios del micrófono. Defender nuestra cultura auténtica, revolucionaria y soberana, es defender a Cuba misma.


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Sobre el autor: Gabriel Torres Rodríguez

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