Los oxidados huesos de la Guiteras ya no aguantan tanto

Los oxidados huesos de la Guiteras ya no aguantan tanto. Fotos: Raúl Navarro González

Sobrepasamos hierro y ruido. Hierro. Ruido. Hierro. El murmullo de gato enfurruñado de las sierras eléctricas. Ruido. La cariñosa, una viga atravesada en un tramo de escalera que llaman así porque ha besado a más de uno en la frente. Ruido. Hierro. Cuando arribas al último piso de la Central Termoeléctrica (CTE) Antonio Guiteras, te percatas de que, desde tan alto, parece un gran barco de metal que encalló en una orilla de la bahía de Matanzas.  

El salitre, de a poco, se come los viejos huesos del navío. Sus hierros toman la consistencia del coral: agujereados y de un color rojo apagado. Cuando sopla una racha fuerte de viento, pequeñas esquirlas se desprenden de las vigas de apoyo, de las rejillas que funcionan como piso, de las escaleras estrechas con barandas a las que le faltan segmentos. La Guiteras te ametralla como si te odiara. Los fragmentos te impactan en el pecho, en los muslos, en los brazos. 

Cuando se escucha tomar fuerza el aire con ese ruido de cuchillas que antecede a una ráfaga fuerte, los trabajadores que laboran en la reparación de la termoeléctrica bajan la cabeza para que los pedazos de óxido no los golpeen en los ojos. Deberían portar gafas para evitar una herida en la córnea; no obstante, en estos momentos no cuentan con dicho equipamiento y solo logran protegerse al estar al tanto de los cambios de humor del viento. Como hacen el movimiento al unísono, parece que le hacen una reverencia a algún dios de la centella y el tizne.

I

Son cerca de las seis de la tarde. El sol se pone por detrás de la ciudad, a unos kilómetros de la Central. El tono rojizo del atardecer se sobrepone al del óxido. Los hierros no lucen ya tanto como un coral, sino que sangran. A unos 40 metros de altura, los técnicos que laboran en la reparación de la caldera acaban de realizar su reverencia después de un soplo violento, y retoman la conversación que quedó en el aire: si cuando lleguen a casa tendrán corriente o no. 

Pronto acabará su turno, a eso de las siete; así que hablan sobre darse una ducha para quitarse el churre y el vanadio de encima, de si bombearon agua a su zona este miércoles, de comer sin iluminar el plato con la linterna del celular, de dormir sin que por el calor y los mosquitos den vueltas en el lecho. Como cada vez que un cubano discute sobre ese tema, después de tres o cuatro palabras, aparece una mueca de cansancio nacional, seguido por una plegaria a la Virgen de la Caridad del Cobre —el cobre del cableado eléctrico— y, por último, un silencio ante las incertidumbres. Allá arriba no es diferente, lo único que varía es que en las manos de ellos se halla la posibilidad de que los cortes de la energía disminuyan su duración.

“Imagínate, son 12 horas de trabajo. Salgo a las siete y llego a mi casa, en Limonar, a las ocho. Me despierto a las cinco de la mañana para coger la guagua a las seis para regresar aquí”. Víctor Manuel Solórzano Herrera es un mulato de 1,98 metros que en su adolescencia jugó para el equipo Cuba B de voleibol. Hace 18 años se contrató en la Empresa de Mantenimiento de Centrales Eléctricas (Emce), y ahora se gana la subsistencia como soldador. 

Sus botas están destrozadas, con grietas en la suela y con el tejido sintético descascarado. Instaló en ellas, a lo criollo, un pedazo de cuero, para que las chispas no les prendan fuego a los cordones. Comenta que el calzado de alguien que practique su oficio lleva ese tipo de artilugios, pero aquí no los hay, por lo que toca inventar. “Y ni te fijes en el overol, que no aguanta un churre ni un descosío más”.

Víctor regresa a soldar un tubo encima de una de las barandas. Este servirá para “mochetear” un trecho agujereado del complejo sistema de canales y depósitos que conforman la caldera. Estas mismas fugas provocaron la desconexión de la planta, unas jornadas atrás. En otras termoeléctricas se decantan por colocarles un parche a los salideros, pero en la Guiteras prefieren cercenar el pedazo de tubería averiado y sustituirlo por completo. Así tardan más; sin embargo, también resultan resistentes durante un tiempo más prolongado. “Es una señora pasada en años; hay que cuidarla”, me explica Román, el director técnico de las instalaciones, quien nos acompaña desde que llegamos al complejo. 

Cuando terminen de darle las suturas de argón al tubo, deberán acceder a la caldera por un agujero pequeño, de un metro cuadrado, aproximadamente, y arrastrarse por una serie de túneles angostos, hasta llegar al sitio que “mochetearán”. Cuando uno se fija en la zona de los codos de los overoles de los trabajadores, los descubre raspados y sucios de tanto rozar con las paredes por el poco espacio. Probablemente, la claustrofobia no sea un miedo espontáneo, sino deja vu de una muerte pasada y el correspondiente encierro, bajo tierra, en un cajón de madera de pino. Víctor cuenta que, para él, además de la opresión en el pecho por el temor que todos sufren en menor o mayor medida, por su tamaño le es muy incómodo moverse allá dentro y debe contorsionarse, convertirse en una versión compacta de sí mismo, a fuerza de escarrancharse y casi dislocar articulaciones. 

Los oxidados huesos de la Guiteras ya no aguantan tanto. Fotos: Raúl Navarro González

Estas maniobras remiten a las películas de espías, cuando el protagonista se introduce en el sistema de ventilación para infiltrarse en una base de la KGB. Pero en el cine estos ductos se ven impolutos, asépticos, podrías comer sobre ellos; no así los de la Guiteras. El coral de la estructura exterior se ha trasladado también hacia el interior. Sin embargo, quizá por la oscuridad, allí no luce como tal, sino como una piel infectada, con pequeñas burbujas de óxido a punto de reventar, y el vanadio como un tumor de los metales. 

Nombrado así por Vanadis, una diosa de la belleza de la mitología nórdica, esta sustancia nos muestra que incluso lo hermoso y lo útil puede afectarnos por dentro y por fuera. Se utiliza por su resistencia a las altas temperaturas, como las que provoca una caldera, pero es tóxico, sobre todo cuando se inhala. Ocasiona ataques de asma, náuseas y, si se extiende mucho la exposición, hasta cáncer de pulmón u otras afecciones respiratorias.  

Yunier Sierra Carmenate me enseña un pañuelo azul atado a su cuello, como un vaquero urbano a punto de asaltar el tren de medianoche. “Utilizo esto, que aguanta un poco más, porque a nosotros nos dan nasobucos que no nos cuida tanto; aunque esto tampoco resuelve mucho”. 

Él es el jefe de brigada de la Emce que se ocupa del área alta de la caldera. Mientras habla, su teléfono no para de sonar, el principio de La totaila se repite una y otra vez. Tal vez fuera su mujer, para preguntarle cuándo regresaría a casa o decirle que había venido la luz después de 11 horas de ausencia o, sencillamente, que lo extrañaba y ya; cuando hay rotura en la Guiteras, sabe que su marido se convertirá en un fantasma en su propio hogar, tan etéreo, que podrá atravesar paredes y muebles como si nunca hubiera estado ahí. Yunier no contesta su móvil, pero sí, en lo que tararea al Bebeshito, se sube el pañuelo azul hasta que le cubre la nariz y la boca. 

II

Justo en la entrada de la CTE, hay un cartel con un retrato de Guiteras y al lado una frase de “Aquí le damos electricidad al pueblo”. El sol de las cuatro de la tarde corta en diagonal la valla, una mitad queda en la sombra y la otra con un halo dorado. En el contexto que atraviesa la nación por estas jornadas, con solo dos o tres horas con corriente, la frase recuerda un pésimo chiste de humor negro.  

Los oxidados huesos de la Guiteras ya no aguantan tanto. Fotos: Raúl Navarro González

En Tony, un hombre guapo, el libro biográfico de Paco Ignacio Taibo II, se cuenta que Guiteras encendía un cigarro con la punta de otro. No paraba de echar humo. Abandonó el vicio cuando lo mataron en El Morillo, al otro lado de la bahía donde ahora se encuentra la termoeléctrica con su nombre. De la misma manera que al mártir, cuando se observa la chimenea de la CTE sin echar humo, algo se muere dentro de uno. ¿La leve esperanza de una mejoría, quizá? 

Dos días antes, en medio de una contingencia energética compleja, la Central debió salir del Sistema Electroenergético Nacional (SEN). Sonaron las trompetas del fin del mundo. Si ya nos enfrentábamos a apagones de seis a ocho horas —en ese mismo momento, los alimentos comienzan a apolismarse y el sueño plácido deviene privilegio para algunos—, ascendieron hasta las 16 y más. Cada vez que ello sucede, parece que entramos en un duelo nacional y uno piensa no tanto en Guiteras, sino en Martí y su poema Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche. Entonces, te percatas de que, de a poco, dejas atrás el archipiélago y te mudas a las penumbras. 

“Si los apagones ahora son de 12 horas por ahí, cuando logremos entrar, bajarían a seis”, comenta Román Pérez Castañeda, quien nos recibe en el bloque de edificios donde se ubica la dirección. Es un señor flaco, cuyo overol le baila encima por lo ancho que le queda, y con un par de espejuelos de luna llena que hacen equilibrio en una nariz de guadaña. Quizá exagere un poco con su estimado; no obstante, reconforta en cierta manera su fe en esos viejos hierros. 

La Guiteras, fabricada con tecnología francesa, aporta 240 megavatios (MW). Debería ascender a más, cerca de unos 320; pero, después de más de 35 años de explotación, se ve limitada su capacidad. En sí, entre las de su tipo, es la que más ayuda al SEN y le ofrece estabilidad; no obstante, forma parte de un entramado complejo (la generación distribuida, las patanas, los parques fotovoltaicos) y su funcionamiento ayuda, pero tampoco resulta un milagro que nos salvará del insomnio. Su puesta en marcha nos librará por lo menos de un par de horas del asueto de los amos de casa que se niegan a lavar a puño y jabón. 

Debido a un tratamiento comunicativo erróneo, suele culpársele por los déficits prolongados, como si dentro de ella cupiera toda la desesperación de las madres que deben espantar con una libreta los mosquitos de encima de sus hijos, o de aquellos que se manchan las manos con carbón para poder calentar el arroz que cocinaron a las cinco de la mañana, apresurados para aprovechar la hora de “luz” que les tocó por la madrugada. 

“Además, mientras estemos parados, para realizar las reparaciones consumimos 15 MW  que no se le da a la gente —al moverse Román en la silla giratoria, la media luna de sus espejuelos se convierte en cuarto menguante por el ángulo en que refleja el resplandor de las lámparas en el techo del salón de conferencias—. Por lo menos no arrancaremos hasta el viernes en la noche”. 

Los oxidados huesos de la Guiteras ya no aguantan tanto. Fotos: Raúl Navarro González

 

El principio de funcionamiento de las termoeléctricas es bastante sencillo, si se cuenta a grandes rasgos. El combustible se quema en la caldera, —“como los fogones pique de antaño”, ejemplifica Román—; entonces, el calor convierte el agua en vapor y así impulsa la turbina. Esta última, al moverse, genera poder. “A diferencia de los carros, donde la electricidad se transforma en energía mecánica rotatoria, aquí la energía mecánica se transforma en electricidad”. 

Unos días atrás debieron cesar sus operaciones, al descubrir que por una rotura en una tubería hacían agua. Naufragaban en alta tierra. Si hubiera ocurrido en las instalaciones que transportaban el vapor, habrían podido resistir un poco más. Con las herramientas para medir los parámetros de la Central, detectaron el error y decidieron detener la generación. En ese momento, el déficit del país, que en el horario pico rondaba los 1 600 o 1 650 MW, aumentó a 1 800 y más, hasta alcanzar un récord histórico el 12 de febrero. Después de ello, solo quedaba esperar la caída del SEN como un suceso inminente. 

La caldera en pleno apogeo alcanza los 1 800 grados Celsius, suficientes para quemar cobre y fundir el vidrio templado. Para poder acceder a ella, hay que esperar por lo menos 24 horas a que se enfríe. En ocasiones, se entra antes de lo aconsejado a causa de la premura, pero solo para efectuar algún reconocimiento. A través de los instrumentos de medición de la Central, se puede saber cuál es el problema, mas no dónde se halla. Con ese propósito, toca realizar una exploración, incluso, aun cuando se violan protocolos de seguridad, ya que los metales pueden estar a una temperatura de 45 grados, más de la necesaria para que te rasguñe la piel —tigre de las selvas entrópicas y tropicales— si por error rozas con ellos. 

La Guiteras resulta un ejemplo de que aquí no creemos en la muerte de los objetos. La obsolescencia programada es un lujo de los pueblos ricos.  Cuando falla, corresponde echarse a correr para que pueda resistir un par de meses más; hasta que un día ya, sencillamente, le reviente el corazón-caldera. Por su peso dentro del SEN, muchas veces se violentan procesos para echarla a andar con la máxima prontitud; así se alivia la crisis, un poco, pero a largo plazo puede costarnos la tumba de la termoeléctrica. 

III

Mientras salíamos del bloque de edificios donde se halla la dirección, Román, con su cara de luna nueva al quitarse los espejuelos para limpiarlos en el overol, explicó que, en el último arreglo, laboraron cuatro brigadas de aproximadamente 30 personas, que se rotaban cada 12 horas, para poder ponerla a funcionar en el mínimo tiempo. La Central se detuvo por la fuga en la tubería de agua; sin embargo, mientras se halle en paro se aprovecha para llevar a cabo otras acciones de reparación y limpieza, como en las cañerías de vapor o en la bomba del líquido de la turbina.

La CTE Guiteras cuenta con tres talleres dentro de sus instalaciones: uno eléctrico, otro relacionado con la automatización de los procesos y el último mecánico. No obstante, estos no dan abasto para cubrir todas las necesidades de la planta, por lo que se contrata ayuda externa, por ejemplo, la Emce. Esta ahora se encarga de casi todas las reparaciones necesarias de la caldera.  

Los oxidados huesos de la Guiteras ya no aguantan tanto. Fotos: Raúl Navarro González

 

Después de atravesar un pequeño arco, con aspecto steampunk, con cables que lo serpentean, válvulas y tuberías como un exoesqueleto, uno contempla en su grandeza roñosa la mole de hierro —barco encallado en un extremo de la bahía—, que es en sí donde se genera la electricidad. Allí se nos une Leonardo La O Quiala, director del subgrupo de la Emce en Matanzas. El mulato carniprieto habla bajo, como para no ofender; sin embargo, cada vez que pronuncia una palabra, para enfatizarla hace un gesto con sus cejas hirsutas. Contrarresta su tono monótono y cavernario con la agresividad de sus expresiones faciales. 

“Corremos riesgo por la altura, porque trabajamos con fuego; pero se pueden controlar —comenta de forma neutral—. Llevamos 18 años sin accidentes. —Aquí se detiene un momento y aclara—: Los muchachos que fallecieron en el derrumbe de la chimenea hace dos años no formaban parte de nuestra empresa”. 

En abril del 2023, varios trabajadores de la Empresa Especializada en Reparación y Mantenimiento de Chimeneas, perteneciente al Ministerio de la Construcción, quedaron atrapados después de que colapsara un tabique. Murieron dos de ellos, Lázaro Montero Pito y Alexis Labrada Junco, en una avalancha de hollín, nieve negra que te cubre como sudario de difuntos, que se te cuela por los ojos, por las fosas nasales, que te ahoga en negro. 

“La presión se siente”, suelta de repente Leonardo. Tal vez sea una manera de decir que sí, que existen inseguridades en lo que ellos se dedican, pero alguien debe hacerlo. 

Los afiliados a la Emce ganan un promedio entre los 17 000 y 19 000 pesos, según se comporten las utilidades y otras formas de estimulación monetaria. En comparación con el salario de parte de los trabajadores estatales y de algunas empresas deficientes, representa una suma considerable y una bagatela con respecto a las ganancias de ciertos cuentapropistas. La cuestión de cuánto vale una vida —para los egipcios menos que una pluma; para una madre incluso el paraíso de Dante no será pago suficiente— en Cuba no se encuentra bien definida. Hablamos de la famosa compensación por peligrosidad que no solo aplica a los obreros de la Emce, sino también a bomberos, rescatistas, entre otros, y que aún no constituye la adecuada. 

Sin embargo, si una profesión trae consigo riesgos implícitos, cuando no se tienen los equipos de protección necesarios, estos se multiplican. Siempre se deben tener en cuenta las presiones externas que inciden sobre las importaciones de Cuba y sus forrajeos de recursos. “Tenemos problemas con los overoles, las botas y otros insumos”, explica Leonardo. Esta vez no alcanzó su tono neutro, porque sus cejas se elevaron más de lo que bajó su voz. 

IV

Hierro. Ruido. Hierro. Zumbidos de moscas de níquel. Hierro. Ruido. Ruido. Hierro. El sonido de la bahía se cuela por los entresijos y se mezcla con el de las pulidoras. El mar es una plancha de aluminio que bruñen para quitarle los oleajes y los óxidos. Hierro. Gritos de baranda a baranda con la voz a todo hierro para irse por encima del ruido. Parece un reparto eléctrico.  

Estamos en el cuarto piso de la Guiteras, donde se halla un punto para penetrar a la caldera. Para entrar allí, debes contorsionarte y deslizarte por un pequeño rectángulo. Entonces, accedes a una cámara amplia. En uno de los extremos, hay una zanja ancha y profunda que por la oscuridad no se le ve el fin, supongo que la muerte se le parezca; y en el otro, una pendiente pronunciada. Al final de esta última, se hallan los tubos a “mochetear”. Para llegar a ellos, los técnicos deben trepar por una soga hasta alcanzar unas vigas donde se recuestan los trabajadores. A los que les toque soldar con argón subirán un poco más y estarán ahí, colgados en un precario equilibrio, hasta que alguien los sustituya; mientras tanto, suelda que te suelda, con las chispas a ras de la máscara, como si le reventaran fuegos artificiales en toda la cara. 

Los oxidados huesos de la Guiteras ya no aguantan tanto. Fotos: Raúl Navarro González

Lázaro Milán Midesten, desde lo llano dentro de la caldera, alumbra con su celular hacia sus compañeros, los cuales se desenvuelven en la cima de la pendiente. Hay algunas lámparas portables, por aquí y por allá; pero no son suficientes para iluminar ese ataúd de metal. Ahí la oscuridad parece una bestia enjaulada, se abalanza contra las paredes, una y otra vez, y se enfurece con cada embestida, hasta que, sencillamente, cae ella y nos hace caer en la locura a nosotros.  

Por eso, este mulato espigado utiliza su móvil para espantar algunas sombras y ángulos muertos. Su trabajo consiste en velar por que sus compañeros cumplan con las medidas de seguridad. En estos momentos, el haz de su celular se fija en la pequeña abertura de entrada por donde tratan de colar un botellón de argón. Él pertenece a la Emce de la CTE Mariel; lo trajeron hasta aquí por lo urgente de que la Guiteras vuelva en línea y porque las plantillas, tanto del centro como de la Empresa de Mantenimiento, no dan abasto por las prisas. Si no se le sueltan los tornillos a Dios o se le cruza algún cable, andará por aquí hasta el sábado, que podrá regresar con el agotamiento de “los rotos”.  

La Emce cuenta con UEB en casi todo el país. Por ello, cuando falta personal o se requiere más de la cuenta por una reparación en específico, suelen trasladarlos de una provincia a otra; a algunos de forma temporal, mientras duren las reparaciones puntuales, como Lázaro, y a otros a largo plazo. 

Briant Cuba Cabrera tiene 19 años y un tatuaje en su cuello que reza “Always dream”. Es un muchachito que se deja un pequeño bigote como los dandys de la década del 30 para lucir más adulto. Hace unos meses vino desde Santiago para Matanzas. Ahora está albergado en el Canimao, pequeño hotelito de la ciudad. Solo cada tres o más meses le dan un pase, como si fuera el Servicio Militar, para visitar su casa. “Es tremendo, hermano, pero hay que tirar pa’lante”, y luego habla de “las cositas” que dejó, por allá, por Oriente, y una sonrisa de niño maldito le endiabla la boca. Este jabao flaco, como si no se hubiera comido toda la comida que la madre le sirvió, ahora comienza sus andadas en el oficio de arreglar o, mejor dicho, enmendar termoeléctricas. 

Adalberto Navarro Prada, por otra parte, hace más de 35 años que realiza estas labores. Trabajó un par de décadas en Camagüey y siete años aquí en Matanzas. Durante ese período, lo albergaron en el hotel Guanima, en una habitación que adaptaron como si fuera un apartamento. Trajo a su esposa y a su hija, en esos vagabundeos gitanos de quien ninguna tierra es la propia. Solo hace poco le entregaron una casa en la barriada suburbana del Naranjal Norte. 

Los oxidados huesos de la Guiteras ya no aguantan tanto. Fotos: Raúl Navarro González

Este hombre, pequeño y fornido, con antebrazos de Popeye, jefe de área de la caldera para la Emce, rememora que antes la Guiteras se desconectaba del SEN y no se enteraba nadie, porque había unos cuantos cientos de MW de reserva. Esto les permitía desarrollarse con más calma y solucionar las averías con precisión. Sobre ellos no estaban posados los ojos mediáticos de un país. No le habían puesto aún el estigma de los salvadores. Además, después de años de sobreexplotación, los componentes de la Central se hallan desgastados. También en los últimos tiempos se ha ido —del país y de la Empresa— demasiado personal especializado. A causa de esto, deben buscar obreros nuevos todo el tiempo, donde aparezcan, como resulta el caso de Briant. 

Cuando salimos del ataúd de hierro de esa parte de la caldera, el sol comenzaba a ponerse en el horizonte. Agradecimos el espacio abierto después de tanta penumbra, pero uno no puede evitar preguntarse qué tan negro llevará el ánimo quien deba permanecer allí, encerrado, por 12 horas. Faltan cerca de 10 minutos para las seis de la tarde. Román, con sus gafas en luna creciente, señala hacia la cima de la Termoeléctrica. Hacia allá nos dirigimos ahora. 

Sobrepasamos hierro y ruido. Hierro. Ruido. Hierro. El murmullo de gato enfurruñado de las sierras eléctricas. Ruido. La Cariñosa, una viga atravesada en un tramo de escalera que llaman así porque ha besado a más de uno en la frente. Ruido. Hierro. Cuando arribas al último piso de la Guiteras, te percatas de que desde tan alto parece un gran barco de metal que encalló en una orilla de la bahía de Matanzas. (Edición web: Miguel Márquez Díaz)


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