En el más difundido de todos, Jefferson Delgado guarda en su móvil un retrato junto a Martí, el mayor verdugo de la tarde para su equipo matancero, el señor que conduce con su sabiduría a quienes le han arrebatado dos coronas de manera consecutiva.
Hay quien dice, con razón, que la imagen de la final de la pelota cubana es la de Carlos Martí en volandas por los aires del estadio Mártires de Barbados, lanzado por un grupo de peloteros a los que llevó al éxito otra vez y por ello y por la guía certera a nivel deportivo y moral le idolatran.
Puede ser, claro está, que el sentimiento de apego de un conjunto de buenos deportistas hacia aquel que los ha formado y llevado a saborear el éxito tenga mucha relevancia. Pero más lo tiene, incluso, que esa misma devoción la sientan los rivales.
Y por ello sobresale, junto a las instantáneas de los festejos, el abrazo de Martí con Ferrer, cuyas intrahistorias ya han sido descritas en esta columna. Y también las muestras de respeto, las congratulaciones, los selfies que, por ejemplo, son también un reflejo fidedigno de la admiración desmedida de una persona hacia otra.
En el más difundido de todos, Jefferson Delgado guarda en su móvil un retrato junto a Martí, el mayor verdugo de la tarde para su equipo matancero, el señor que conduce con su sabiduría a quienes le han arrebatado dos coronas de manera consecutiva.
El selfie, que pudiera ser un selfie sin más, tiene un valor añadido: primero, dice mucho del propio Jefferson, que en medio de la resignación de la derrota reconoce los méritos del rival; segundo, que el espectáculo tuvo manchas, pero más, muchísimas más luces.
Granma y Matanzas se conocen demasiado bien. No en vano el playoff concluyó en siete partidos, cuando casi todas las fases de postemporada, incluidas las que acogen a equipos sumamente parejos, apenas suelen llegar a seis.
Los siete partidos como vaticinio previo a la competencia son un mantra, un estereotipo de la mayoría de los especialistas. Y en este caso, como en otros pocos, una verdad sólida como puño de boxeador.
Por esto, supongo, no cabían las rencillas ni los rencores. Ha ganado el equipo que lo mereció, podría decirse incluso que ha ganado el mejor, pues subir al punto más elevado del podio dos años seguidos no deja margen a las dudas ni a las coincidencias.
Pero la rivalidad ha sido tan fuerte y disfrutada, que al vencido solo le queda aplaudir y también sentir en carne propia la satisfacción de quien cayó, pero no escatimó en esfuerzos ni en ímetu.
El selfie de Jefferson, que quizás dentro de diez años veamos como uno de los momentos de la Serie 62, será en el futuro eso: una foto para que la nueva generación comprenda que existen muchas maneras de caer y la mejor, sin duda alguna, es la de hacerlo con honor. (Por: Eduardo Grenier Rodríguez)
Lea también: El podio también es rojo