París fue el tapiz del Champ-de-Mars Arena, el centro del mundo donde todos se reunieron para ser testigos de un momento que jamás olvidarán, la coronación de un rey, el mejor luchador de la historia, leyenda del olimpismo.
De los túneles emergieron los gladiadores, dos cubanos se enfrentaban por causas distintas. Uno, bajo la bandera chilena pretendía lograr lo que nadie e inscribirse en la historia de la cita estival; el otro defendería a Cuba de la sequía de medallas que sufría en Francia por esos días.
Amigos, compañeros de muchos años pero rivales esta vez. La ovación hacía temblar las paredes y los millones de corazones galopantes frente a las pantallas de un televisor o un teléfono en cualquier rincón del planeta.
Comenzaba el duelo, cabeza erguida, pecho firme, piernas inamovibles en el centro del colchón, resistiendo, empujando, adueñándose de la gloria que él mismo ha escrito a base de tenacidad y talento.
Una pasividad para el contrincante, posición de cuatro puntos y con ello la vulnerabilidad; el gigante de ébano asegura el agarre, fija el cuerpo del rival con un solo gesto y va con seguridad por el desbalance. Lo logra, y la sonrisa de Yasmani a media asta confirma lo que todos sabían: ¡es invencible!
Ya está delante y casi todos confiamos en que lo demás es puro trámite, tiempo técnico, y para los minutos que restan la sala ha quedado en silencio, incluyendo al presidente del Comité Olímpico Internacional, que no quería perderse el trascendental momento.
Con el correr del reloj se acercaba la victoria más previsible de todo el certamen sobre el tapiz de la Luz, por lo que no fue el combate más espectacular, no hubo sobresaltos durante los minutos del duelo.
Las emociones vendrían después, con la mano alzada del pinareño vestido de rojo, sus lágrimas, su proyección a Trujillo, quien ha sido clave para la sublime carrera de Mijaín, esa sonrisa diáfana que le ha regalado al Olimpo desde Pekín 2008.
Las lágrimas de Leonor en Herradura son duplicadas en muchos hogares cubanos, también están en otros que sobreviven en climas más álgidos o al amparo de otras ideologías, porque hoy nadie piensa en polos opuestos.
“El terrible” se agacha, desata sus viejas zapatillas negras, las besa, apunta al cielo desde donde Bartolo lo observa henchido de orgullo, y las deja en el medio de su reino, era su adiós al deporte activo.
Una despedida de Oro, histórica como ninguna otra, pues nadie se había coronado en cinco Juegos Olímpicos consecutivos en una sola especialidad, ni qué decir de la lucha clásica, esa que es de las disciplinas más antiguas en citas estivales.
Saluda al público que lo vitorea, baja la cabeza y entre lágrimas se abrazan él y su equipo, el matancero Raúl Trujillo, una leyenda entre los entrenadores cubanos y el médico que tanto esfuerzo puso para que estuviese en la mejor forma posible luego de tres años sin competir.
Varios atletas han marcado hitos en la lucha grecorromana, pero ya Mijaín es leyenda. Muchos le dedican letras, los medios de comunicación de todo el mundo hacen de sus portadas homenaje a un grande; hasta Google le dedica flores cuando pones su nombre en el más famoso buscador de Internet.
Otros, casi todos cubanos, enumeran a estas horas las victorias de Alexandr Karelin y hacen comparaciones absurdas, pues mucho han cambiado los escenarios y el reglamento para los gladiadores a través de los años. El desempate sería un combate entre ellos y eso no será posible jamás.
A quien ama el deporte poco le importa a quién o qué representa un atleta extraclase, solo siente orgullo y admiración, agradece tanto tiempo de satisfacciones en una especialidad de combate en el que surgen luminarias constantemente.
Una sola derrota en seis citas bajo los cinco aros, 20 años invicto: ¡Ave Mijaín López, el Olimpo te observa ceremonial y extasiado!
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