La primera vez que me interesé por la nómina matancera apenas tenía seis o siete años y vivía en mi natal Villa Clara. Por aquel entonces mi casa se volvía un hervidero de emociones en tiempos de Serie Nacional. Ya con esa edad conocía al detalle las diferencias entre strikes, bolas, outs y jonrones, y disfrutaba de la pelota como si fuera un adulto.
La culpa de mi pasión beisbolera la tiene mi mamá, que me la inculcó con inteligencia desde niña para ganar votos e imponer el deporte sobre la telenovela de la abuela. Y de que me gustara el equipo rojo, la tiene mi primo, que por aquel entonces ya vivía en Cárdenas.
En el pequeño televisor Goldstar de mi infancia apenas se distinguían las siluetas ¡y gracias que era a color, en tiempos donde aún reinaba el Krim! La emoción iba más allá de la nitidez, bastaba con escuchar las excelentes narraciones de Eddy Martin y Héctor Rodríguez, que te situaban en el terreno y eran capaces de ponerte la piel de gallina como si estuvieras en el estadio y lo que se defendiera allí fuera la vida.
Eran tiempos de período especial, de limitaciones extremas y alumbrones eléctricos, pero nada mellaba el amor por el deporte, ni las algarabías que resonaban en medio de los silencios en las escasas zonas con fluido eléctrico, o en las moradas que tenían el privilegio de una radio de pila, que en aquel entonces era cosa de “ricos”.
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En casa todos éramos naranjas de primera opción, incluso mis primos cardenenses, porque las raíces no se olvidan; aunque hay quienes prefieren hacerse los desentendidos, una parte del corazón se mantiene atada a ese terruño que te vio nacer. Pero al equipo rojo también se apoyaba, aunque en ese entonces cuando no discutían el último eran los penúltimos de la serie.
Luego, llegaron los tiempos de Víctor Mesa, que aunque tuvo detractores, nadie puede negar que revolucionó a los Cocodrilos. El mismo Víctor que comandó a mis “naranjas” logró que los rojos ascendieran al segundo escaño de un modo tan marcado que algunos se atrevieron a apodarlo como “Compay Segundo”.
La serie 59 me tomó de este lado de la “frontera”, y fue difícil no contagiarse con el júbilo de unos Cocodrilos campeones tras casi tres décadas de espera. Vestida de periodista recorrí la Ciudad de las Primicias festejando junto a los matanceros y cumpliendo el anhelo de niña de también verlos ganar.
Por estos días, cuando se debate la corona de la Liga Élite, mi afición por el deporte nacional vuelve a flor de piel y con ella mi fidelidad al equipo que me sedujo desde la infancia, da igual que los vea desde el Victoria de Girón o en una silla frente al “tv” de casa. Bueno, la verdad es que no da tan igual, porque lo que se vive en el Palacio de los Cocodrilos es indescriptible, y hay que estar en las gradas para saberlo.
Aunque sigo siendo naranja hasta la médula, por estos días me siento más matancera y es que lo del deporte es muy grande. Tan grande que todos fuimos un poco artemiseños el sábado último, cuando celebramos junto a Erlys Casanova su triunfo, más que merecido y que tenía como plus una dedicatoria al cielo.
Da igual quienes se enfrenten. El deporte de las bolas y los strikes sigue revolucionado a la Isla en todos sus puntos cardinales, y sigue sacando lo mejor de cada uno. El triunfo es merecido para ambos y es que esta final, más allá de juegos extremadamente buenos y cerrados, ambos equipos han dado muestras de algo más valioso aún: la hermandad sobre el terreno.