El Cinematógrafo: Su juego favorito

Ficha técnica:

Título original: Man’s Favorite Sport?

Año: 1964

Nacionalidad: Estados Unidos

Dirección: Howard Hawks

Guión: John Fenton Murray, Steve McNeil

Fotografía: Russell Harlan

Música: Henry Mancini

Reparto: Rock Hudson, Paula Prentiss, Charlene Holt, Maria Perschy, John McGiver, Roscoe Karns, Norman Alden

Duración: 102 minutos

En medio del grato delirio que es Su juego favorito, tienen cabida distintas formas de hacer e ideas más o menos desarrolladas sin que la travesía pierda el norte. Por ejemplo, después de tanto reír, nos encontramos con los pasos de Rock Hudson hasta el refugio de Paula Prentiss, el diálogo junto a la fogata, el descenso del lecho bajo la lluvia y el confort de sus cálidos besos y abrazos en un clima nada idóneo para romancear al aire libre, mientras se dejan llevar por las corrientes a donde el río y la vida les conduzcan. Aparte de una estampa amorosa sublime, son instantes de los más sinceros en la carrera de Hawks. 

Sus películas son increíbles por la magia con que, ¿de forma imprevista?, pasan de una cosa a otra: de la timidez a la pasión, de la risa a la contención, de la acción a la reflexión. Cambian de tono, de ritmo y hasta de género, pero sin precipitaciones. Hasta su planteamiento más dramático o violento puede incluir de repente una ternura impensable escenas atrás, y fluir durante las siguientes tres o cuatro como si de una comedia loca se hubiese tratado todo el rato, sin que chirríe nada. En el caso que nos ocupa, lo disparatado y lo divertido ceden sitio de pronto a la representación en imágenes de lo que Hawks entiende por vida en pareja, al menos la ideal, y resulta sublime.

Por supuesto, contemplado lo anterior desde la calma de un punto de vista tan abarcador y seguro como el suyo, que convierte a Su juego favorito en uno de los máximos ejemplos de equilibrio en este sentido. Sin la inteligencia que barniza el conjunto, no habría acabado siendo más que una farsa erótica de humor naif entre cabañas y malentendidos; y sin la sensibilidad con que nos va conquistando, como blancos de una seducción igual de eficaz que la lencería de Charlene Holt, no pasaría de una fantasía vacacional en la mente ociosa de un director improductivo.

Hawks deconstruye aquí, como niño que juega a desarmar lo previamente armado, las masculinidades que él mismo había edificado en la figura de actores más recios que Hudson, para finalmente legar su canto personal a la figura del hombre cotidiano y citadino, bonachón y desmañado, no al paradigmático de su filmografía. Ni siquiera un auténtico nerd como el sufrido Cary Grant de La fiera de mi niña (1938) parecía necesitar tanto el deporte y el amor (aunque no dejaría de participar de ambos elementos) como el Roger que interpreta maravillosamente Rock.

Al igual que su contemporánea Bésame, tonto (1964), de Billy Wilder, el hecho de repetir estilos de exitosa fórmula en el pasado no impide que ambos autores, al margen de los paralelismos diseminados entre sus respectivas carreras, realicen sendos y sinceros retratos de la América de su tiempo. En la de Hawks, pullas como el típico embaucador de turistas que parece instalado en cada rincón del mundo, aquí en la piel de un indio desternillantemente falso, alcanzan en interés y agudeza a las reiteraciones habituales en historias donde un nuevo amor impele a rechazar el acomodo y el confort económico que proporcionaría un tercer participante en el triángulo. No me asombra que continuamente se den pistas del tema que más importa al autor, sin imponerlo y dejando que los magistrales números de screwball se sucedan, y solo en las escenas finales sobresalga y remate la delicia vista hasta entonces.

Dicho tema, abordado sin frívolo asomo de superficialidad por parte de alguien a quien le interesa ante todo divertirse, y divertirnos, con más precisión que en obras pretendidamente superiores a la vertiente comercial, es un concepto de vida en pareja según su visión personal, como arriba señalé. Lo entiende (y filma) como esa constante alternancia entre la paz y la tormenta, desde una serenidad que parece decir: basta de risas, nos adentramos en terreno serio; la misma con la que, desde el inicio, parecía decir: basta de seriedad, nos adentramos en terreno cómico. A fin de cuentas lo previamente narrado, el proceso de enamoramiento, en la gran mayoría de las historias (tanto reales como ficticias) se emparenta con la actividad de pescar, y esta es la película por excelencia de la pesca sin tratar de ello en demasía.

En un director tan poco dado a forzar la puesta en escena en aras de sostener sus ideas, cuando estas se perciben más relajadas y accesibles es, por lo general, cuando más está dejando de sí mismo en un plano. De tan furtivo que fue siempre al reflejarse en sus personajes, toda su filmografía hoy reluce llena de esos instantes fugaces que, cortados, pegados entre sí y proyectados en una bobina aparte, acabarían detallando la personalidad de un autor equívocamente señalado como impersonal y, de paso, comprimiendo considerables dosis de emoción.

Ahí, junto a la mano del alcohólico que dejaba de temblar frente a la botella en Río Bravo al son de una melodía de degüello; o la mano del individualista que empezaba a temblar al empuñar una causa en Tener y no tener; el deslumbrante paseo en travelling de Marilyn y Jane en Los caballeros las prefieren rubias, con el no menos memorable gag del músico atontado a su paso; o el adiós hasta siempre sin adiós ni hasta siempre entre dos amigos como los de Solo los ángeles tienen alas; ahí también estarían las miradas finales entre Abigail y Roger, en un two-shot bajo el pequeño toldo y el diluvio exterior, prometiéndose de todo menos rutina. Ése es Hawks, el que pone el humor, la épica, la complicidad, la sensualidad y lo cotidiano en los mismos niveles de importancia.

Fingirse uno de los autores menos esforzados del panorama, cuando joyas como esta claman lo contrario, parece haber sido siempre su juego favorito.

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