Nostalgias de un mochilero: Escambray

Nostalgias de un mochilero: Escambray. Foto Miguel Márquez Díaz

Mi gusto por viajar me lo inculcó mi madre a muy temprana edad. Ella quizá nunca imaginó que sentaría las bases de mis ansias de explorador empedernido cuando organizábamos los extensos viajes hasta la región del Escambray cienfueguero, donde vivía parte de mi familia materna.

Eran otros tiempos y viajar no provocaba tantos malestares como hoy. Para mí siempre representaba una aventura salir de casa tomado de la mano de mi madre hasta la terminal de ómnibus de la ciudad. En esos años también fungía como estación de trenes. Y casi siempre lo abordábamos de noche, por lo que el sueño me vencía. El trayecto comprendía la ciudad de Cienfuegos. Una vez allí, seguíamos rumbo a Cumanayagua, poblado donde me encontraba con mi familia. 

Desde ese punto comenzaba la verdadera aventura; sobre todo al abordar una “guarandinga”, palabra que causaría risa una vez la mencionara a mis amigos de la escuela. El ingenio humano había fusionado un camión con la parte posterior de una guagua. Sus potentes gomas ascendían un empinado viaducto, pasando por pueblitos de nombres extraños como Las Moscas, El Sopapo, no sin despertar mi temor al trasponer con gran dificultad los inmensos pedruscos y las corrientes de agua que se adueñaban de la vía.

Ahí le comencé a temer a las alturas, cuando desde una de las ventanillas divisé un abismo y, allá abajo, las palmas reales como objetos diminutos. Era el único niño temeroso entre los pasajeros; el resto, en su mayoría oriundos de la zona, tal pareciera que disfrutaban el peligro y la altitud. La carretera era muy estrecha y zigzagueante, y yo solo lograba pensar en qué sucedería si aquello se despeñaba cuesta abajo.

Mas, siempre que salimos de Cumanayagua, llegamos sanos y salvos al Hoyo de Padilla, lugar donde mi madre abrió los ojos al mundo y del que guardo hermosos recuerdos, aunque hace más de tres décadas no lo visito.

En los meses de vacaciones, muchos integrantes de mi familia se reunían allí. El punto de encuentro era la casa de mi tía Giorgina, donde coincidían una veintena de personas que durante días disfrutaban de una verdadera reunión familiar. La casita quedaba ubicada en un punto distante del caserío principal, entre altas montañas; a pocos metros de ella corría un río.

Foto: Miguel Márquez Díaz.
Saltos en El Nicho ubicado en el Escambray cienfueguero. Fotos: Miguel Márquez Díaz.

La edificación era totalmente de madera, con techo de guano; el suelo lo apisonaban con un material blanco semejante a la cal, que mi tía extraía varias veces a la semana en la cuesta de una loma.

Aún recuerdo su pulcritud, sus amplias ventanas, su portal custodiado por dos matas de mango “chupeta”. Fue allí donde aprendí a extraerle la pulpa a ese fruto, al hacerle un pequeño agujero con la boca y darle algunos golpes como para que se licuara adentro. ¡Pura delicia!

Entonces, con unos cinco o seis años, comprendí la majestuosidad de la naturaleza. Sentía una sensación extraña, como de inmensidad, cuando me detenía en medio del camino frente a la casita y me paraba ante esas montañas inmensas que devolvían mi eco casi con precisión.

Fue en aquellos tiempos cuando vi por primera vez una jutía, un puerco jíbaro, un venado, camarones inmensos y azules de casi 20 centímetros, racimos de plátanos que puestos en el suelo llegaban al hombro de mi tío Elio y se daban silvestres en el monte.

Desde el portal de la casita de mi tía se divisaba en las tardes un grupo de reses cebúes allá en las montañas, que en hilera iban a dormir a una vaquería sin ningún vaquero que las guiara. A veces, al pie de la loma se podía ver una nube de auras volando en círculos, y le escuchaba decir a los mayores que alguna res se había despeñado. 

Guardo muchas imágenes hermosas de aquel tiempo, sin embargo, las noches no siempre me resultaban placenteras, sobre todo cuando comenzaba a extrañar los “muñes” y las aventuras de turno, porque solo en ese momento del día recordaba que no había electricidad.

Durante el día había tanto por hacer, observar y recorrer, que no reparaba en la ausencia de fluido eléctrico. Ya las noches eran algo diferente, cuando a mis familiares les daba por contar historias de aparecidos y luces que salían en la noche; historias que a mí me aterrorizaban y me hacían entender que la belleza del campo solo se disfrutaba a la luz del sol, al menos en mi infancia.

Entre los tantos proyectos postergados de mi vida, quizás el que más añoro sea regresar al Hoyo de Padilla. Será como un viaje a la semilla, aunque cada vez seamos menos los integrantes de la familia, y mi tíos Elio y Giorgina hayan abandonado este mundo. No obstante, una que otra vez me descubro parado frente aquellas montañas inmensas con mirada de asombro infantil, asombro que todavía me acompaña cuando quedo desnudo ante la majestuosidad de la naturaleza.


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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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