Cuando el cubano se inventa el invierno

Siempre he imaginado que cuando en el NTV anuncian la entrada de un frente frío hay quien se relame y se frota las manos de placer. Los seguidores del universo de Juego de tronos se dicen, como los Stark, “The Winter is coming”, y ponen cara de lobos ante una rara presa; los otros, los que no han visto la serie o leído los libros, piensan “Este es mi momento” e igual ponen cara de lobo ante una rara presa.

Abren el escaparate y contemplan extasiados la ropa de invierno, esa que la mayoría del tiempo se esconde en un rincón olvidado del closet, y que tiene ese olor a “guardado” que hasta ahora nadie ha descrito con exactitud, pero que todos conocemos; algo así como el olor a “yuma”.

Entonces, cuando las primeras lloviznas del frente frío pasan, ese chinchín interminable que parece de agujitas de agua, puedes encontrarte en la calle personas con el paquete completo: abrigos para cazar osos polares, chaquetas de motoristas (aunque la Harley no esté parqueada por ninguna parte), impermeables de espías, bufandas de intelectuales franceses, gorros (o pompones), guantes de los que se usaban para abofetear la cara de quien te deshonró y retarlo a duelo en las novelas inglesas del siglo XIX.

En Cuba no existe un invierno prolongado. Que nadie esté engañado con respecto a eso. Hay períodos del año muy calurosos y otros un poco menos. Entonces, como no tenemos invierno, hay que inventarlo; y, si el cubano es bueno para algo, es para el invento.

Aparece un frente frío y le siguen dos o tres días invernales. Luego la ilusión se rompe. Volvemos a las temperaturas normales, a caminar mientras calculas dónde está la acera de los bobos para huirle, o saltar de la sombra de un árbol a la del costado de un camión, porque el sol de Cuba pica y pica duro. Ello sucede así hasta que reaparecen los dos o tres días invernales y recomienza el ciclo. No podemos negar nuestra condición de animales tropicales.

Son invernales para el cubano; para un suizo o un canadiense resultan sencillamente días. Siempre me ha sorprendido que la temporada alta de turismo en la Isla coincide con nuestro supuesto invierno. Invita a un rellollo para bañarse en la playa en diciembre y te observará de arriba abajo, con ese gesto como de quien revisa que todo esté en su lugar —que no te sobra un brazo ni tienes antenitas verdes pegadas a la frente— y te preguntará “¿Tú estás loco, mijo?”.

Cuando nos inventamos el invierno, el único fenómeno social que presenciamos no es el exceso en el vestuario. También existe, y entre ellos me cuento yo, quien te dice así de repente: “Qué bueno está el día para dormir”; o salta alguien más y agrega: “O para estar en casa viendo series sin hacer más nada”. Quizá sea un efecto similar a cuando le bajamos el brillo a la pantalla del celular. La vida parece más suave, más lenta. No nos encandila la vista, sino que nos relaja.

Tal vez dicho instinto provenga de la memoria genética, un vestigio de la época del hombre de las cavernas, cuando invernaba en espera de mejores tiempos para ir a cazar; o quizá solo sea un poco de muermo y vagancia.

Este año la llegada del invierno posee un bonus extra. Con su entrada triunfal disminuye el consumo eléctrico y por tanto el déficit. La mayoría del año se nos va delante de un ventilador, echados para atrás en una silla, con la lengua afuera mientras pensamos que esos son los pequeños momentos que valen.

Por el contrario, en la temporada de frío, siempre hay quien en la casa te grita preocupado: “¡Apaga eso que te está dando en el medio de la espalda y ponte algo que te abrigue más que te vas a enfermar!”.

Bueno, los dejo por ahora. Tengo que buscar mi bufanda a cuadros escoceses que no sé dónde está metida y luego ir a la farmacia a comprar Loratadina, que estos cambios de tiempo me ponen la alergia a millón.

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