
El Cinematógrafo: El misterioso caso de Dylan
La habitual virtud de los biopics es también la causa de su menosprecio: como por lo general son tan correctos y compactos, dando a menudo lo que prometen como subgénero y no mucho más, es normal que nos suelan parecer planos, predecibles y faltos de alma. Como normal es también el deseo de ver alguno diferente, que marque una altura con respecto a sus aburridos semejantes, y por eso corremos el riesgo de alabar la pirotecnia de un Elvis orquestado por el ruidoso Baz Luhrmann en vez de prestar la suficiente atención a algo tan engañoso y aparentemente discreto como A Complete Unknown.
No sería la primera película de James Mangold que se vuelve mucho mejor a medida que se va revisitando, como si de a poco fuera quitándose capas y capas de modestia, revelándose un producto mucho más imperecedero de lo que pudimos creer en una primera visión. Quizás esta sea la obra máxima de Mangold en ese sentido: tras el biopic más o menos al uso que creí toparme, hoy vislumbro ramalazos de John Ford que me sorprenden como al que más; tras la película fácilmente oscarizable, hoy tengo un enigma.
El propio Bob Dylan es un enigma. No en vano el título lo anticipa. Sus gafas de sol, que se pone hasta en espacios cerrados con poca luz, hacen la función de una máscara.

¿Quién rayos es ese chico de aura dickensiana, como llegado de ninguna parte, que irrumpe en la escena folk con sus propias letras y deja chiquitos a cuantos le rodean? ¿Qué pacto con el Diablo le ha valido el talento para componer Blowin’ in the wind, The times they are a-changin’ y Like a Rolling Stone? ¿Por qué actúa como si se supiese destinado en todo momento a un escalón superior? ¿Por qué bromea sobre ver el alma de otros y no deja a nadie ver la suya? ¿Quién es? ¿La reencarnación de Woody Guthrie, el hijo perdido de Pete Seeger? ¡¿Acaso es todavía mejor que Woody Guthrie o Pete Seeger juntos?!
No hay respuestas claras. Para llegar al corazón de Dylan y disipar el humo que le rodea, los dylanófilos tenemos una discografía a mano y toda clase de fuentes que zigzaguean en torno al esquivo bardo (tan esquivo que no fue a recoger ni el Princesa de Asturias ni el Nobel). Pero lo que hace el guion de Mangold y Jay Cocks (el guionista scorsesiano de largo aliento) no es tampoco sembrar dudas sin más. Su acierto es convertir al reclamo protagónico en algo más que un reclamo protagónico y presentarnos a un nuevo buscavidas, al integrante más reciente de la ilustre tradición del cine de perdedores.
Chalamet moldea su rostro con la arcilla de James Dean, de Paul Newman, de Steve McQueen, y nos demuestra que el auténtico rebelde sin causa lo es de verdad hasta cuando le surgen causas para dejar de ser rebelde.
Aquí Robert Allen Zimmerman, alias Bob Dylan, no es como cualquier celebridad expuesta, a la manera de otros biopics, para que nos recreemos en su curriculum vitae filmado, sino un personaje que obedece a razones literarias que le trascienden para guiarnos a través de la puesta en escena.
Por tanto, esta no es la mera traslación anecdótica de Dylan goes electric!, el libro en que se basa —referido a la mítica “controversia eléctrica” que estalló en el Newport Folk Festival de 1965—, sino la historia mucho más universal, mucho menos documental, de un solitario que encuentra una familia (su ídolo Woody Guthrie, su mentor Pete Seeger, el amor de Sylvie Russo, la fascinación de Joan Báez). Y de cómo ese solitario resulta no estar buscando una familia, sino lo que esta le puede facilitar (el impulso hacia su propio género y estilo, el éxito más allá de la canción protesta, el renombre en el folk de los primeros 60 antes de trascenderlo).
—Libertad, de todos nosotros y nuestras mierdas… ¿No es lo que querías? —le dice Joan, en una versión comedida del “¡Judas!” que alguien le gritó la noche anterior.
Pero él no se siente ganador.
Esta es la historia irremediable de un bound-for-glory, de un trotamundos decidido a aprovechar su don, que se sabe maldecido con el desarraigo y la imposibilidad de quedar bien con quienes le han hecho bien. Es una crónica sobre la rudeza del talento excepcional, sobre cómo se dificulta compaginar el presente vertiginoso con el pasado acogedor (esa visita impuntual al set del programa de Seeger), sobre lo ingrata que resulta la asunción de un destino singular.


Agregaría un plus a la maldición de Bobby: la renuncia al anonimato, a su personalidad, a sí mismo. En cuanto le vemos convertido en un ícono andante de pelo revuelto y ropa oscura, se le nota al caminar esa tonelada invisible que millones de ojos le depositan sobre las espaldas. Un peso del que lucha por despojarse, tanto en la testadurez de emplear instrumentos eléctricos contra la tradición folk como al timón de su moto en diversos recorridos.
La moto, por cierto, es el personaje indirecto que los más conocedores intuirán. El propio cierre del film vaticina ese accidente del que tantos saben y tan poco se sabe, que recluyó al artista en su recuperación y, acorde al ritmo de la película, queda en el aire como un posible reencuentro con su propia humildad.
Una oportunidad, tal vez, de mirar el pasado a los ojos, como poco antes miró en despedida a su querido Guthrie, el gran trovador privado del habla, enfermo de Huntington. ¿Qué se habrán dicho? Es como si el lenguaje entre ellos no necesitase más que la maestría de dos actores y el talento secreto de un director.

FICHA TÉCNICA
Título original: A Complete Unknown; País:Estados Unidos; Año: 2024; Dirección: James Mangold; Guion: James Mangold, Jay Cocks; Fotografía: Phedon Papamichael; Montaje: Anrew Buckland; Reparto: Timothée Chalamet, Edward Norton, Elle Fanning, Monica Barbaro, Scoot McNairy, Boyd Holbrook…; Duración: Dos horas y 21 minutos