
Mi tío se veía destrozado la última tarde que le vi con vida, un par de meses después de empezar la quimioterapia y las radiaciones. El pelo de su cabeza había desaparecido, así como su icónico bigote blanco. El tratamiento consumió sus brazos y piernas, del torso prefiero no hablar. Su aspecto físico se me parecía al de los supervivientes judíos de los campos de concentración nazi que aparecen en los documentales de la Segunda Guerra Mundial. Rapados, cadavéricos, hambrientos; y en sus ojos se concentraba cierta oscuridad mezclada con vergüenza, coraje e impotencia. Como si dijeran: ¿cómo pudimos permitir que esto nos pasara?, ¿cómo pudieron ustedes permitir que esto nos pasara?
Él intentó levantarse de la cama donde sufría su enfermedad y, por unos segundos, usó sus codos como base, hasta que se derrumbó sobre el colchón, una vez que logró besarme en la mejilla. Susurrando, me preguntó cómo yo estaba y le contesté que bien. El resto de la conversación no lo recuerdo, aunque fueron los cinco minutos más largos de mi vida. Lo miré a los ojos, hasta que eso también se volvió difícil, y sobrellevé la situación desviando los míos hacia cualquier otra cosa.
Los silencios incómodos son como los pellizcos de un niño malcriado, y en aquel cuarto cercenaban tanto como las puñaladas que asesinaron al César. No quería hablarle del calor, la inflación o los apagones, porque todos esos comodines conversacionales eran problemas de gente viva, y mi tío bailaba un vals demasiado largo con la muerte. Entonces, pensé ¿cómo pudo pasarle esto a él?, ¿cómo pudo pasarle esto a mi familia?
Cuando regresé con su esposa, ella le contaba a otro hombre que los episodios de la sangre eran los peores: “Le sale por la boca y por el ano —dijo ella—, y en las madrugadas le duele todo, pero me dice que no; está aguantando como un hombre”.
“Lo veo mejor”, afirmó el hombre, y no sé cómo me contuve de pegarle un puñetazo, sentarlo en la mesa y buscarle fotografías de mi tío antes de la quimio; demostrarle que quien estaba allá arriba era apenas una sombra del hombre que alguna vez fue, un hombre de quien sigo sin tener recuerdos de cualquier otra enfermedad distinta del cáncer. ¡Ni siquiera un catarro!
La verdadera batalla mental es la desaparición constante e indetenible de imágenes suyas sano, y la incorporación lacerante de esos últimos destellos de vida que le quedaban desde que enfermó.

Después de su muerte, se me aparecía en las calles. Joan Didion, en su libro El año del pensamiento mágico, contó que, tras convertirse en viuda, veía a su esposo en lugares que frecuentaban juntos. También mencionó que Freud llamó a esta condición Neurosis Melancólica, y consiste en la remembranza física e ilusoria de un fallecido en otra persona de rasgos físicos parecidos. Mi tío era muy canoso, alto, y sonreía todo el tiempo. Por ello, no me resultaba difícil topármelo frente a frente siempre que me cruzaba con alguien que cumpliera con aquellas características.
Encontrarte con tus muertos en la calle puede ser liberador, hasta que te aproximas a sus copias y la ilusión desaparece. Justo ahí piensas: “Ese podría ser él, de no haber muerto”.
Luego de un tiempo preguntándome si todas las personas dolientes pasan por lo mismo, aprendí del mismo libro de Didion que muchos psiquiatras consideran el duelo como un trastorno mental. No obstante, debido a su lógica presencia en la vida de todos, los seres vivos hemos llegado, como especie, al pacto tácito y cultural de apoyarnos mutuamente cuando la muerte golpea a nuestras familias. Sin embargo, existen casos donde el dolor puede durar meses, años e incluso, décadas.
El duelo consta de cinco etapas: negación, enojo, negociación, depresión y aceptación. El cáncer y yo habíamos llegado a un acuerdo: el diagnóstico fulminante de mi tío me permitiría pasar de la negación a la aceptación en apenas dos días: cuando me dieron la noticia y la mañana siguiente. Cuando me desplomé en la cocina, tres meses más tarde, fue que comprendí la magnitud de mi error. El enojo, la negociación y la depresión son episodios esenciales que nadie debería saltarse.
En cuanto creces, entiendes cada vez más cuán ineludible es la muerte, y que no nos queda de otra que intentar asumirla como un proceso natural —irónicamente— de la vida.
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