Ahora que las tablas están rasas y es juego nuevo, aunque las apuestas vayan en mi contra y nadie me da como ganador —tal vez mi madre y una vieja amante—, romperé todos los pronósticos o, por lo menos, me retiraré con la dignidad de quien dejó la piel en el terreno de aquel cuya piel es el terreno.
Ahora que las estadísticas están en cero. Todavía no hay suficientes datos para procesar y afirmar, no sé, que otra vez llegaré tarde al amor o que no se cumplirá la cosecha de arroz, prefiero pensar que no soy un número más. No soy un maldito dígito que con desgano un trabajador subpagado pone en una hoja de Excel.
Ahora que todavía nadie ha logrado que pierda mi paciencia, ni el funcionario con su cara de cake de cumpleaños ni el cuentapropista que se cree astronauta y nos observa como yo a las hormigas locas que buscan desesperadas cualquier rastro de azúcar, no pierdo mi fe en lo humano.
Ahora que nadie me ha hecho spoilers de qué sucederá en este largometraje que compite en el Festival de Cine Pobre de Gibara —con producción mínima y unos actores aficionados y un guionista deprimido— puedo imaginarme cualquier desenlace posible, incluso, uno tan inverosímil como que al final somos felices.
Ahora que terminé de lamerme las heridas, como un gato que regresa de los techos de zinc, caliente de la vida, quiero volver otra vez a los tejados. ¿Será que de tantos golpes me falla la memoria? Tal vez piense que lo que no me mató en el pasado no me matará ahora y, por eso, tengo la falsa certeza de una invencibilidad tropical.
Ahora que todavía nadie ha dicho “¡cómo ha durado este 2025!, parece una novela turca con coproducción cubana, puro melodrama y nunca se acaba”; cuando te dices una y otra vez que después de ese giro no puede venir nada más bizarro o surrealista —aquí a la mamá de Dalí todavía no le han otorgado el círculo—; van y te enredan aún más la trama. Por lo menos no te dan tiempo para aburrirte y te mantienen ahí, enganchado a la pantalla —del móvil, del Atec Panda— a ver qué sucederá.
Ahora que aún no nos han sorprendido. Ustedes saben, esas noticias que te llevan a sentarte en el sillón y estrujarte los cabellos y levantar los ojos hacia Dios y percatarte de que entre él y tú está la placa. Entonces, te acuerdas de que esta se filtra y que el cemento para echarle un repello asciende a más de 5 000 el saco. Y ahí te meces y te meces, por los pesos que te hunden en la cotidianidad, por el mundo que no puedes mandar a volar como una pelota de fútbol. Y ahí pasan los meses y se te caen los cabellos y te haces más viejo en menos de un minuto.
Ahora que aún nadie se me ha ido ni nadie se me ha muerto —en esta Isla irse y morir son sinónimos y no sabes cuál de las dos palabras duelen más—; si bien hay quien se va y no se muere como hay quien se muere y no se va. Libre de muertos y de despedidas me puedo mentir a mí mismo y decirme que estoy a salvo. Este año no correré por los andenes detrás de los trenes ni agitaré mis pañuelos con mocos en el muelle ni me taparé los oídos en el aeropuerto cuando despegue el avión. Tampoco le pondré coronas de flores a mis reyes cuando abdiquen de este su reino que llevo dentro.
Ahora que inicia este 2025, y uno medio tambaleándose, pero de pie para el próximo round, me puedo dar el lujo de tener expectativas, de contar mis planes sin que suenen a chiste, de por fin acabarle de aceptar ese café que tanto me pide la esperanza.