«Estar muerto es riquísimo. Y que conste que esto no es jodedera mía ni nada por el estilo. Lo digo porque no sentí absolutamente nada las cuatro horas que el médico me aseguró haber estado más pa’llá que pa’cá. No vi la luz, ni el túnel, ni nada por el estilo: en realidad descansé como jamás lo había hecho.»
Este es quizás el recuerdo que más perdura en la mente del cenaguero Jesús Bernardino Alonso Comeignes al evocar la invasión mercenaria por Playa Girón. Más de seis décadas después, luchando contra el olvido, él recuerda. Este es el testimonio que, realizado para Periódico Girón hace unos años, le proponemos volver a leer.
«Estar muerto es riquísimo. Y que conste que esto no es jodedera mía ni nada por el estilo. Lo digo porque no sentí absolutamente nada las cuatro horas que el médico me aseguró haber estado más pa’llá que pa’cá. No vi la luz, ni el túnel, ni nada por el estilo: en realidad descansé como jamás lo había hecho.
«Pa’ que vean como son las cosas, yo que he estado en tiroteos bravos de verdad, vengo a caer en coma de la forma más absurda posible, la vez que fui a cazar cangrejos montado en la bicicleta y de pronto se me partió el timón y me metí contra un soplillo grandísimo. Por poco me voy del aire.
«Lo que más me molesta de todo es que me jubilé en el Criadero de Cocodrilos, midiendo y desovando a bestias grandísimas, metí’o en la jaula con ellas, y nunca tuve ningún accidente, a no ser un pequeño colmillazo que me busqué yo mismo, por confia’o.
«Olvídense que lo que está pa’ uno nadie te lo quita. Por eso mismo le perdí el miedo a la muerte desde mis tiempos de joven y a estas alturas, con 80 años cumplidos, la veo tan natural como la vida.
«Hace poco falleció una sobrina mía y toda la familia se reunió en el cementerio de Jagüey, donde tenemos un panteón. Desde que llegamos estaba lleno de gente llorando por los alrededores, algunos incluso chillaban y se secaban el rostro con pañuelos. En medio de todo ese panorama esperé un instante de silencio y cuando el sepulturero estaba en plena acción, grité: “el últimoooo”.
«Muchacho se armó tremenda jodedera y enseguida unas viejas saltaron y me dijeron que yo era un descara’o, que cómo podía hacer algo así. Y yo: “Señora, claro que pido el último, si el próximo que viene para acá soy yo”. En fin, viré la espalda y las dejé hablando solas.
«Quizás sea demasiado insensible… un poco tal vez, pero tanto la vida como la guerra me han demostrado que es mejor pensar así. De otra manera creo que ya estaría loco o internado en una clínica, pues durante las horas que duró la invasión a Girón le vi la cara a la mismísima muerte, la toqué incluso con mis manos mientras trataba de no perder la cabeza y empezar a gritar. Esas imágenes no se te borran de la mente aunque pasen siglos, aunque las hayas vivido de niño y ahora seas un viejo.»
I
«Cuando comenzó la puñetera invasión hacía solo cinco días que yo había bajado del Escambray. Allí estuve como jefe de compañía y mi objetivo consistió en repeinar la zona para que no quedara nadie escondido.
«En realidad no tuve muchos problemas en esa misión, a no ser por la ocasión en que atravesamos por un camino fangoso y de pronto detectamos la marca de unas botas que no eran las nuestras. Enseguida le alerté a la tropa que avanzaran con cuidado, poco a poco, que se fijaran en cada matorral.
«Y en efecto, casi no había terminado de hablar cuando se formó el tiroteo. Nos tiramos en la tierra. Buscamos las mejores posiciones. Ñico tenía una bazuca y entonces le grito: “¡Ponle las dos paticas a esa mierda y tira duro pa’llá! ¡De aquí no nos vamos hasta que salgan esos hijoep…!”
«Pasamos un buen rato batí’os en el monte y en medio de la balacera un proyectil le picó la oreja al sargento Jaime, que estaba al lado mío. –“Me dieron, coño, me dieron”- exclamó mientras trataba de contenerse la chorrera de sangre. –“No te preocupes, sargento, que no te pasó nada”,- fue lo único que se me ocurrió decirle en el momento.
«Agarré una cajita de anestésicos que tenía en la mochila y le cosí como pude la herida; pero el guajiro aquel era tan bravo que después de eso seguía disparando como un condena’o, hasta que vimos asomarse un palo largo con una camisa blanca en la punta. Ese fue el final de la banda de Ramírez.
«Un tiempo después de esa acción me liberan y arranco para Jagüey. Tras un largo viaje no hay nada mejor que volver a casa, lo puedo jurar. Sin embargo, las primeras noches no había manera de que pudiera dormir. La intranquilidad en las piernas no se me quitaba y a veces sentía los tiros en la cabeza y me daban punzadas en los ojos.
«Para aliviarme fui a los bares ubicados a la salida del pueblo, a ver si lograba distraerme y al menos no pensar en cosas trágicas. Además, de muchachón a mí siempre me gustó ese ambiente de vitrolas, billares, traganiques, mujeres…
«Precisamente al quinto día de mi regreso salí con Mercedes, una mulatica lindísima que había dejado atrás cuando partí a Las Villas. Ya habíamos bailado bastante y nos cogió la madrugada recordando anécdotas pasadas, como la noche en que un hombre le tocó una nalga y yo me enrosqué a piñazos con él. El tipo terminó con dos costillas rotas y desde ese día todos me pusieron el Mulo. No es que fuera muy fuerte, pero me sabía defender.
«En fin, al salir del bar sentimos unos truenos extraños, un poco lejos y a pesar de que miré hacia el cielo, no hallé el menor resplandor. No podía imaginar que en solo unas horas ya estaría con la camisa azul a medio abrochar, de rodillas en el piso y con la mano metí’a bajo la cama para sacar las botas. De nuevo debía presentarme urgente en la unidad de Jagüey. Estaban invadiendo la Ciénaga de Zapata.
II
«La única misión que me dan es la de llegar a Playa Girón e incorporarme en el frente. Montamos cuatro compañeros en un yipi William y nos pusimos en marcha. Al pasar por el central Australia reconocimos un gran movimiento en el batey, las máquinas y camiones iban de un lado a otro, pero todavía no se veían las huellas del combate.
«Seguimos adelante y nos incorporamos a la larga y única carretera que nos conducía al territorio cenaguero. Todavía faltaba un buen tramo para llegar a Pálpite cuando escucho un sonido parecido al de la madrugada anterior, solo que esta vez se sentía mucho más metálico y cercano, como si viniera a nuestro encuentro. Y algo en el pecho me empezó a vibrar, y las gotas de sudor me corrían por la frente, y de pronto miro a las nubes, y encuentro la muerte….
-¡Avión, coj…! ¡Tírense! ¡Ese no es de los nuestros!
-¿Pero cómo no va a ser de los nuestros?-me preguntó uno de los que iba conmigo.
-¡Tírate y no preguntes, mierda!- le respondí.
«Aunque tenía la bandera cubana en la cola, algo me dijo en la forma como venían hacia nosotros que esos cabrones lo que querían era ametrallarnos. El chofer apagó el motor y nos tiramos a las cunetas. Al caer me raspé los brazos con el dienteperro, pero logramos protegernos sin dificultad.
«Ya casi cuando teníamos el B-26 arriba giro la cabeza para asegurarme que los demás estuviesen sin dificultad, pero me doy cuenta que faltaba Chacho Cayetano. Aturdido le pregunté al que estaba más cerca de mí, y me señaló a la carretera.
«El hombre se había quedado plantado como una estaca al lado del yipi y nos miraba fijamente, como queriendo decirnos que no le alcanzaban las fuerzas para moverse.
«Sin pensarlo mucho hice una plancha, di un salto y me desprendí a correr. A duras penas me lo eché al hombro y avanzamos hasta las cunetas. Justo antes que el avión comenzara a disparar ya estábamos tirados bocabajo.
«Las ráfagas de la calibre 50 llenaron la tierra de agujeros y a su paso levantaban una cortina de polvo que se te pegaba en la garganta. Por instinto me protegí los ojos con la culata del fusil. Aguanté la respiración. Una especie de silbido me ensordeció por completo y solo sentía el temblor de las matas al caer. Por un momento pensé que nosotros también caeríamos.
«Estuve inmóvil un rato. Uno no se podía descuidar un minuto pues incluso cuando se alejaban los motores, las dos ametralladoras de la cola seguían disparando. Yo sabía que no me habían dado, pero no sentía los pies. Me entraron ganas de descargar el peine entero del fusil en la barriga del avión, pero nada se puede hacer cuando uno tiene el cuerpo entumí’o.
-¿Están bien muchachos?- apenas alcancé a preguntar. Hubo un silencio.
-Creo que estoy vivo- contestó entrecortado el chofer.
-¡Me cago en su madre! ¡Parece que llevo un siglo acostado en esta cuneta!- agregó el otro.
-¿Y tú, Cayetano, no vas a decir nada?- quise saber yo.
«El hombre aún estaba tendido y con los brazos cubriéndose la cabeza. Cuando nos oyó hablar levantó la vista poco a poco y fijó su atención en la chatarra donde minutos antes veníamos montados. El carro parecía un colador.
-¡Negro, me salvaste!- fue lo único que dijo, con los ojos húmedos.
«A medida que pasaba el tiempo el tráfico en la carretera se hacía mayor, y no demoró en aparecer un jefe de las Milicias Nacionales Revolucionarias. Le explicamos nuestra situación y allí mismo nos ordenó nuevas misiones. En lo adelante, mi tarea sería recoger heridos.
III
«La guagüita era amarilla, no muy grande, de las que en tiempos normales cubría la ruta de Jagüey a Playa Larga. Manejando iba Caballón, un primo mío, y en las próximas horas estuvimos más juntos de lo que en el resto de nuestras vidas.
«Avanzábamos a poca velocidad para fijarnos bien en cada detalle de la carretera, la misma que al llegar a Pálpite comenzaba a cambiar de manera espantosa. Ya se apreciaban las grietas hechas por las bombas, la marca de las esteras de los tanques, palmas cortadas a la mitad. La sangre cubría el terraplén.
«A un costado del camino estaba volcado un camión, también en llamas por el impacto de la calibre 50. Nos bajamos para buscar sobrevivientes, pero no encontramos a nadie.
Archivo Girón: Los tres días que Nora Martín no olvidará
«A medida que nos dirigíamos a Playa Larga sí localizamos gran cantidad de personas esparcidas por el suelo, tanto milicianos como civiles, y al llegar al entronque habían tiroteado una camioneta que evacuaba a varias familias.
«Intentábamos hacer lo que estaba a nuestro alcance, poner torniquetes, entizar las heridas con algún pedazo de tela, cosa que diera tiempo a esperar los carros de relevo que trasladarían a las personas hasta las instalaciones sanitarias.
«Todo el tiempo me mantenía pendiente a los aviones. Si oía venir uno, aunque estuviera en casa del carajo, le decía al chofer: “Caballón, métele pa’ la orilla”. Cuando pasaba el peligro arrancábamos y seguíamos. Así nos mantuvimos todo el tiempo.
«Una tarde nos cruzamos con una ambulancia y el sargento que venía al timón nos dijo que fuéramos para Perdices, que allí la cosa se había puesto fea. Enseguida arrancamos para el lugar y recuerdo que al llegar me estremeció un fuerte olor a carne quemada. El esqueleto carbonizado de una guagua soltaba un humo negro que no impedía ver el cadáver de los milicianos que no pudieron salir de la Leyland antes del bombardeo de napalm.
«Jamás pensé ver tantos muertos. Los fusiles andaban por un lado, los cuerpos por otro, todos consumidos por el fuego constante. En un gran perímetro el suelo se convirtió en una mancha negra.
«Aquellas imágenes, no sé por qué, me hicieron recordar las situaciones más peligrosas de mi vida hasta ese momento, mis peleas en los bares, el tiroteo contra la banda de Ramírez en el Escambray, y todo me pareció terriblemente infantil. Era como si acabara de conocer la guerra.
«No obstante, empecé a buscar algún rastro de vida en medio de mi confusión. A los pocos pasos escuché el sonido de una voz muy débil, más bien un quejido. Tendido bocarriba permanecía un muchacho con la barriga abierta de lado a lado, agonizando.
-Sálvalo a él- me dijo señalando a otro de los caídos.
-Está bien, pero ahora déjame ayudarte a ti.
-¡No!- gritó con el alma- Haz lo que te digo.
-Lo voy a hacer, pero primero….
-No hables más y obedece- me ordenó.
«A unos metros estaba tirado un joven, con una pierna desgarrá’ y el hombro destrozado por una bala. Permanecía inmóvil entre la hierba, con los ojos cerrados, pero al acercarme comprobé que todavía respiraba. Lo cargué como pude y lo acosté arriba de una lona que cubría parte del pasillo de la guagua.
«De inmediato regresé para auxiliar al otro miliciano, solo que ya había comenzado a convulsionar y su cara temblaba de una forma que jamás había visto. Segundos después murió.
«En Perdices recogimos a muchos hombres, por donde quiera uno se tropezaba con personas en muy mal estado. No obstante, debíamos sobreponernos y seguir buscando heridos a todo lo largo de la carretera, siempre cuidándonos de los ataques aéreos o de cualquier emboscada. Así nos mantuvimos hasta entrar a Girón.
IV
«Aun hoy, a la distancia de casi sesenta años, si me lo propongo puedo escuchar los gritos de la gente aquel día en que de boca en boca se transmitía la noticia del triunfo.
-¡Ganamos, coj…! ¡Girón es nuestro!- me dijo abrazado a mí un compañero de las milicias.
«Las personas caminaban de una orilla a otra del terraplén, había gran agitación de camiones, tanques, armas de todo tipo. Las familias de campesinos retornaban a sus casas, o lo que quedó de estas, mientras los niños cubiertos de polvo se mezclaban con los oficiales, que venían uno detrás de otro.
«A mí me dolía la cabeza, el hambre me atravesaba el estómago y las botas parecían de plomo; sin embargo, el pecho se me quería explotar por la emoción de saber que todo había acabado. A uno le da por pensar en la familia, sobre todo en la vieja, y con la misma uno se revisa cada parte del cuerpo mientras dice para sí “¡coño, estoy vivo, libré de esta!”
«Ya para el día veinte en el mismo Girón me asignaron la última misión que cumpliría en la guerra: recoger a los fallecidos.
«Confieso que resultó más difícil de lo que creía, pues tuvimos que realizar el mismo recorrido pero en sentido contrario, levantando cadáveres casi en descomposición. Caballón agarraba por las piernas, yo por los brazos y a la cuenta de tres lanzábamos los cuerpos para la parte trasera del camión que nos asignaron para la tarea.
«Llegó el momento en que sentía la peste pegada en la nariz. A veces sin darme cuenta me pasaba la mano por la frente para quitarme el sudor y ahí mismo me daba la fatiga. Era como una especie de nudo que te apretaba por dentro y parecía que ibas a soltar las tripas por la boca. Aquello me removía las entrañas.
«A esto se suma mi debilidad por tantas horas en ayuno: ya no aguantaba más. Creo que me hubiese desmayado de no ser por el carro que pasó repartiendo un pedazo de panetela con un poco de refresco. Yo me lo bajé al instante, pero nada más que Caballón se acercó el dulce para darle una mordí’a, le subieron unos vómitos amarillentos que no pudo aguantar.
-¡Por lo que más tú quieras Caballón, ni se te ocurra botar la panetela!- le dije. Cuando terminó de secarse los labios, me gruñó a secas:
-Tú eres un puerco.
-¿Qué coño puerco?-le contesté- Yo sí no me voy a morir de hambre después que la peor parte pasó.
-Pero espera a lavarte las manos.
-¿Ah, sí? ¿Y dónde carajo tú ves agua cerca de aquí?… No comas más mierda y échate algo en el estómago que vas a caer redondito y yo no te voy a recoger- le advertí y no le dije más nada.
«El pobre lo volvió a intentar, pero de nuevo el vómito casi lo ahoga. Estuvo sin probar alimento hasta que acabamos nuestro trabajo en aquel lugar. Durante el camino de regreso todavía las personas se notaban eufóricas, paseando pedazos de paracaídas norteamericanos como símbolos de trofeos.
«De esta forma terminó mi participación en la batalla de Girón, estuve desde el primer día y me fui sin disparar un tiro. La gente me cuestiona, incluso me pregunta que cómo pudo ser eso posible, pero lo que ellos no saben es que en una guerra no solo se combate en el frente, como tampoco la ganan solo los que apretaron un gatillo: la verdadera victoria demanda un heroísmo mucho mayor, ese que involucra a todos los que cumplieron con su misión».