Se aceptan a quienes no permiten que los desamparados continúen desamparados. Se aceptan a los que bajo el chaparrón salen de sus casas a tocar en la puerta de otras casas a preguntar «¿Qué necesitas, hermano?»
Se aceptan los que, aunque sepan que no pueden matar todas las soledades de sus hermanos, permanecen ahí, empapados y con la camisa tan pegada al pecho que parece que llevan el corazón al descubierto.
Se acepta al campesino que encaja sus manos en el suelo para sacarle sus vástagos y la tierra le trepa por los brazos y se le propaga por el pecho hasta que él mismo se convierte en un pedazo de Isla.
Se acepta al obrero que en la fábrica o el taller forja los hierros, reemplaza las suelas gastadas por el ir de aquí para allá, remienda los «descocíos».
Se aceptan a los que comulgan con los comunes. Se aceptan los que comprendieron que como escribió Marx, muchos han intentado entender el mundo, pero lo que necesitamos es cambiarlo; no importa, si para ello deban destrozar el pasado con sus propias manos.
Se aceptan los que entienden el significado de dos apretones de manos dados por el mismo hombre, Carlos Baliño, con 30 años de diferencia, el primero a José Martí, fundador del Partido Cubano Revolucionario; y el segundo a Julio Antonio Mella, cuando fundó el primer Partido Comunista de Cuba.
Se aceptan a los que leyeron el verso de Rubén Martínez Villena, ¿Qué hago aquí que no hay nada grande que hacer?, y abandonaron el sillón de mimbre, el gato que se recuesta en el regazo y la película de falsos héroes.
Se aceptan los que, aunque les muestres todos las pruebas y testigos posibles, afirmarán que la Sierra Maestra no es una montaña, porque las montañas son accidentes naturales, hijas de las fuerzas que reinventan los mapas; pero la Sierra Maestra no fue un accidente, sino la culminación de la voluntad de muchos hombres, sin embargo, sí cambió los mapas, lo puso patas arriba.
Se aceptan los que cuando en el 61 tiñeron de rojo abril y del cielo bajaron las bombas y desde el suelo ascendió el dolor, juraron que ante tanta injusticia, interpondrían su propio cuerpo como trincheras si resultaba necesario para impedir que tintaran en sangre el resto de los meses y los años que nos quedan.
Se aceptan los que tomaron el socialismo como fe y praxis, los que darán vueltas en el lecho, como perros jíbaros, mientras quede una misión por cumplir, los insomnes que no logren conciliar el sueño porque aún les quedan sueños, insomnes que, probablemente, nunca duerman, ni siquiera en los panteones y los osarios, porque, como dijera Byrne, quedan banderas que sostener.
Se aceptan los que reconocen la grandeza de quien es grande y se sabe que es grande porque no dejó que la historia que cuentan los explotadores lo agarrara por las barbas, el que el uniforme verde olivo que, normalmente, se usa para camuflarse, lo empleó para hacerse signo y símbolo.
Se aceptan a los ilusionados, a los enamorados, a los peleones, a los gentiles, a quienes fundan, a quienes se estremecen cuando el amor los impacta, a los justos y a los impíos, todos los que se dirigen a la mañana próxima.
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