Nostalgias de un mochilero: El tesoro de mi escuela

Mientras intentaba mantener el agitado paso de mi compinche Yasmany y le escuchaba hablar una y otra vez del despojado de que había sido víctima, yo solo pensaba en cómo la mala fortuna me había privado de aquel tesoro. Si bien él fue el dichoso que lo encontró, entendía que me tocaba a mí hallarlo, porque durante muchos años fue una aparición recurrente en mis sueños.

Por eso cuando mi amigo me contó del inusual hallazgo y de lo poco que había durado su dicha de descubridor, accedí a acompañarlo hasta la casa de una maestra para indagar el porqué se lo habían quitado y el destino de las joyas.

No tengo muy claro con qué objetivo le seguí, quizá solo quería cerciorarme de que era cierto que se había topado con el misterioso tesoro que devino con los años en una de las mayores leyendas urbanas de mi barrio.

Durante mucho tiempo se comentó que los antiguos propietarios del inmueble convertido en escuela escondieron joyas y dinero al emigrar del país, en 1959, con la esperanza de regresar algún día.

Junto a la leyenda del tesoro se comentaba que la última moradora de la vieja casona permaneció de pie durante días sosteniéndose de una de las ventanas, cuando ya su alma había abandonado su cuerpo.

Esa historia escalofriante también marcó la infancia de los niños que estudiamos en la primaria José Luis Ducrocq.

No recuerdo bien en qué momento comencé a soñar con las prendas, pero fueron innumerables las noches en que lo encontraba en algún rincón de la escuela. 

Confieso que aquella casona inmensa de puntal alto y pasillos oscuros me intimidaba, sobre todo cuando las auxiliares de limpieza hablaban de sonidos de cadenas en la madrugada, y hasta alguien aseguraba haber visto la silueta de la última moradora sosteniéndose en la ventana.

Creo que también soñé con ella, una que otra vez, lo que provocaba mi estampida vertiginosa en medio de gritos de terror que solo lograba amainar al aproximarme a la cama de mi mamá.

En los tiempos de mi infancia el tema de los tesoros encontrados alimentaba las conversaciones e imaginación de los mayores de mi barrio, y yo los oía atentamente por si algún día la suerte me favorecía.

Pero los relatos de botijas de oro, convertido en carbón si no eras el indicado, de muertos que te indicaban en sueños el lugar exacto del enterramiento, también me llenaban de terror.

Si la última moradora de la casa intentó avisarme alguna vez sobre el lugar donde descansaba el cofre rebozado de riquezas, no la dejé emitir ni una palabra porque siempre me despertaba en un charco sobre la cama y, agitado, caía de un tirón en la cama de mi madre.

En esas cosas pensaba al acompañar a mi amigo Yasmany. Durante el trayecto no le pregunté sobre sus sueños. El hecho de saber que ¡él!, y no yo, había encontrado el oro de la manera más trivial me llenaba de desasosiego, y hasta un poco de envidia sentí.

Según me dijo, todo ocurrió cuando se disponía a profundizar el hoyo para jugar a las bolas, (precisamente a un costado de mi aula de tercer grado, y en el mismo espacio de tierra donde tantas veces jugué yo a las bolas) fue entonces que un pedazo de tela se enredó con el palo que sostenía y, al sacarlo, notó que recubría algo pesado: relojes y monedas de oro, gruesas cadenas, fajos de dólares… sin dudas el tesoro con el que tanto soñé, pero que nunca estuvo destinado para mí.

Recuerdo que aquel descubrimiento se regó como pólvora en el barrio y a la mañana siguiente aparecieron decenas de grandes hoyos en las varias áreas de la escuela. Parecía un campo de guerra bajo el fuego de artillería. Pero nadie más contó con la suerte de Yasmany.

Con cierta desazón, escuchamos a la maestra asegurar que las prendas estaban muy bien custodiadas por la policía, y que se haría una investigación sobre el suceso, por lo que no nos quedó más remedio que retirarnos cabizbajos.

Ese día sí adquirí una gran enseñanza: hay cosas en la vida que no están destinadas para quien las busca, si no para quien las encuentra. Y hasta puede suceder que ni encontrándolas te pertenezcan…

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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