Nostalgias de un mochilero: La corúa asesinada

Corúa

Corrían los difíciles 90. Como suele suceder siempre que se evocan esos años, los cubanos los asociarán irremediablemente con las penurias y carencias del llamado Período Especial. Pero para un grupo de chamas que se adentraba a la adolescencia, aquellos tiempos significaban además diversión constante y una sed insaciable de aventuras.

Vivíamos en un barrio costero con el mar al frente y el monte a nuestras espaldas. Cuando no nos lanzábamos de los riscos, explorábamos las cuevas de la zona. Siempre ideábamos algo que hacer para matar el tiempo. Pocos nos deteníamos en lo duro que se les hacía la vida a nuestros padres. Quizá no adquirimos total conciencia de lo que se avecinaba, o sí, porque ya los estantes de las bodegas estaban desprovistas de casi todo, pero esas cosas no nos preocupaban tanto. Éramos tan felices que incluso nos reíamos de la pobreza.

A pesar de ello, nuestra alegría era constante, nos poníamos apodos, y cualquier escena o comportamiento nos provocaba la burla, lo mismo nos reíamos del hambre insatisfecha del Jabao, capaz de ingerir en pocos segundos y sin atorarse una cubeta de “milordo”, como le llamábamos al agua con azúcar; que de la mamá del Ruso, porque criaba gallinas en el balcón de uno de los pisos del Trece Plantas; hasta de aquel vecino que escondía un cerdo en el baño de su apartamento.

Creo que salimos ilesos de aquella época, porque en ese tiempo no entendíamos la magnitud de la crisis. Después sí, y apreciamos a nuestros padres en su colosal estatura. Pero en ese entonces solo nos interesaba mataperrear luego de clases. Muchas veces nos fugábamos antes de terminar la jornada escolar.

Uno de esos días, al culminar un turno de Educación Física, nos aproximamos a la costa. Si mal no recuerdo, integrábamos el piquete Veneno, Muertovivo, El Joe, Albert y yo. En un risco observamos a una corúa tomando el sol y alguien le lanzó una piedra.

El ave se alejó mar adentro para regresar a las rocas a los pocos segundos. Le lanzamos otro pedrusco y la corúa se volvió a alejar.

Nos detuvimos y, efectivamente, el pato siempre regresaba a la costa. Decidimos capturarla. Le lanzábamos una piedra, se alejaba zambulléndose, para retornar unos metros más allá.

Así estuvimos una hora o más a lo largo de un kilómetro. Pero nunca desistimos en nuestro empeño de pescar, o más bien cazar, al ave testaruda. El cansancio de la corúa nos facilitó la faena. Mientras se acercaba por enésima vez a la costa, El Joe le asestó un seborucazo en el cuerpo, y Lajes se lanzó al mar como una exhalación.

Cuando Albert la tomó en sus manos sentimos el sabor de la victoria, y el hambre, porque ante la pregunta “¿y ahora qué hacemos?”, la respuesta no se hizo esperar: “¡Cocinarla, asere!”.

Nunca he logrado entender cómo, en las circunstancias más críticas de Cuba, en Matanzas proliferaron las edificaciones y surgieron nuevos repartos. Cerca de nuestro barrio nació casi una ciudad, el Reparto Iglesias, que en aquel momento aún se encontraba en construcción. En una de esas viviendas a medio hacer, decidimos cocinar nuestro trofeo de caza.

Optamos por una caldosa. En el inmueble tomamos prestado un cubo con restos de pintura. Buscamos leña, un integrante del piquete adquirió, o también tomó “prestado”, unos huevos de gallina y algunos plátanos.

Como Albert tenía manía de guerra, había leído en algún manual de supervivencia cómo los soldados subsistían a las duras condiciones de campaña. Entonces, sugirió embadurnar los huevos con fango y acercarlos al fuego.

A nadie se le ocurrió hervir la corúa para extraerle las plumas, se las arrancamos sin miramientos. La carne prietuzca me dio asco y no la pude probar. Además, aunque nadie lo dijo, sé que estaba medio cruda, pero todos le metieron mano, o dientes, para ser más exacto. Recuerdo que minutos después, cuando solo quedaban los huesos, cayó un agua torrencial y quedamos confinados hasta que nos sorprendió la noche. Era como si la naturaleza cuestionara nuestro crimen. ¿O eso lo pienso ahora?

Ha pasado el tiempo, pero esta historia la recuerdo como una de las aventuras más divertidas de cuando éramos fiñes. 

En las vacaciones pasadas descubrí que muy cerca del lugar del parricidio del plumífero descansan tres corúas en un alto pino. Muchas veces me he preguntado si serían familia y hasta me embarga un sentimiento de culpa.

Pienso contactar con los restantes protagonistas de aquella cacería. Quizá tengan su propia versión de los hechos. Eso sí, siempre tuve cierta incertidumbre sobre un aspecto en particular. Para salir de dudas, le pregunté a uno de los participantes de la aventura. Quería saber el móvil de aquel crimen, cuál había sido la verdadera motivación, ¿la aventura o el hambre? Más de una década después, uno de ellos me respondió sin tapujos: “Papa, nunca lo dudes, ambas cosas, nos divertimos, pero recuerdo que ese día también estábamos con el estómago cruzao”.

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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