Algunas criaturas nacen con un halo oscuro que les perseguirá a donde quiera que vayan, hasta el desenlace abrupto, que no por esperado dejará de provocar ese sentimiento de tristeza ante lo irremediable.
Se reafirmará así el destino trágico, cual obra griega al más puro estilo de Esquilo, donde la existencia de ciertos personajes transcurren bajo ese signo de fatalidad que anuncia a cada paso su terrible final.
A los venados, desde que llegan al mundo, les alcanzará una bala desde cualquier matorral. Su misión primordial en el universo consistirá en adornar con su cabeza y mirada vidriosa e inexpresiva alguna pared, donde alimentará la vanidad de un cazador.
Pudiera suceder que la vida, con sus continuos azares, intente salvarle de la desdicha, incluso convertirlo en una ejemplar brioso protegido por una familia humana que le rescatará de esa inhumanidad que distingue a hombres aficionados a la caza.
Durante un tiempo, las circunstancias favorables rodearán la existencia del venado, que, pleno de atenciones, se convertirá en una atracción, como uno que conocí en Pálpite, hace algunos años.
Siempre que llegaba a la Ciénaga de Zapata, mi itinerario lo iniciaba justo en la casa donde amaban casi con idolatría a aquel animal que despertó una inusual predilección por la comida criolla.
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Devoraba con avidez el congrís, la yuca con mojo y los tostones. El esmerado cuidado de sus dueños lo malcriaron, al punto de que para dormir prefería una colchoneta a pocos centímetros de la cama de su madre humana, hasta donde le llegaba el frescor del aire acondicionado.
Con los extraños, se mostraba dócil y cariñoso, se dejaba acariciar sin ningún signo de desconfianza. Un día se escapó y, a las pocas cuadras, confianzudo como era, se acercó a unas personas que, lejos de arroparlo, decidieron terminar con su vida.
Se desataría de esa manera el destino trágico del animal. Como mismo sucedió, años atrás, con Lola, una venadita que cierto cazador se encontró entre la maleza, al exterminar a su madre de un disparo certero.
Luego del fogonazo, percibió un movimiento y, al acercarse, descubrió a una cría recién nacida.
Aquel hombre de corazón frío, cuando se trataba de apretar el gatillo, quizá sintió alguna especie de remordimiento por primera vez en sus tantos años de caza. Le precedía la fama de su puntería y pulso inamovible al distinguir una presa. Todos hablaban de él con admiración, por lo que decidió ocultar a la criatura en una cabaña que le servía de campamento en sus largos períodos de cacería, por temor a que alguien le acusara de sensible, un rasgo que acabaría con su fama de hombre temible con el arma de fuego.
Entre el cazador y el animal surgió una relación de amistad. Los meses que pasaba en aquel apartado paraje de la Sierra del Escambray fueron consolidando el vínculo. Si antes reinaba el silencio en sus extensos intervalos en las lomas, tras la llegada del nuevo integrante de la cabaña, constantemente se escuchaba el eco propio de las montañas que reproducía con claridad el nombre de Lola.
Ante las continuas travesuras del animal, retumbaba el “¡Lola!”, como frase enunciativa con disímiles significados. Con una simple variación en el tono, el animalito conocía si era la hora de comer, o cuando debía dejar de masticar la manga de la camisa a manera de juego, justo cuando el cazador introducía los balines en los cartuchos de su escopeta de caza.
“¡Lola! ¡Loolaaa!”, se escuchaba una y otra vez en aquella quietud, y por más que el hombre luchara con él mismo para conservar ese semblante temible, no podía evitar la armonía que flotaba en el ambiente, fruto de ese sentimiento que desde tiempos inmemoriales prenden en los seres humanos por los animales que se dejan domesticar. “A la larga, uno también resultará domesticado y un buen día descubrirá que necesita de ese vínculo y compañía”, quizá reflexionara aquel hombre en la espesura del Escambray.
Como la cabaña era visitada por otros aficionados del arte de matar, quienes llegaban hasta el lugar en busca de municiones o de un sorbo de café; el veterano cazador decidió alejar a Lola con una nalgada en el anca ante la proximidad de intrusos. Al rato, sin moros en la costa, el animalito regresaba.
Cierta vez, el hombre se alejó más de lo acostumbrado de su coto de caza, y justo al regresar sintió un disparo que heló su alma. El estruendo venía de la cabaña. La quietud de los árboles y el agudo silencio anunciaban la confirmación de la fatalidad, se cumplía así el destino trágico que se repetiría muchos años después en un parque de Pálpite.
“Si ves el venado hermoso y manso que acabó de matar”, y el eco de aquella frase estremeció las montañas.