El Faro de Maya fue el primer campismo que visité sin la supervisión de mi madre. Aquel logro que anunciaba falsamente mi independencia ocurrió en mi primer año de secundaria.
Escribo “falsamente” porque una vez de regreso al seno familiar retornaron también las exigencias y cuidados, a veces exagerados, de una madre cariñosa y sobreprotectora.
No obstante, por dos noches y tres días intenté creerme un adulto cuando aún no rebasaba los 11 años.
Debo reconocer que mi madre fue quien dispuso la organización de la mochila, de forma tal que yo localizara las sábanas, prendas de vestir y demás avituallamientos.
Ante cada cosa colocada en el interior, recitaba una extensa lista de lo que podía y lo que no podía hacer; desde no bañarme en lo más hondo de la playa hasta no olvidar restregarme bien las orejas.
Asumió la tarea con convicción, sobre todo después de que intervinieron varios vecinos, amigos y familiares, para que me permitiera ir, tan renuente como estaba a desprenderse de su vástago por primera vez y por tan largo período: un fin de semana.
Para mí representaba una felicidad el poder decidir cuándo bañarme, a qué hora comer y, principalmente, en qué momento dormir.
Pero no todo era libertinaje, nuestra guía de grupo iba al frente de la comitiva compuesta por adolescentes con muchos deseos de disfrutar de la libertad; mas, para repetir la experiencia, debíamos dejarle una buena impresión a la profe. Por ello quizá no recuerdo ninguna travesura trascendental cometida por los estudiantes.
Tal vez sí valga la pena rememorar a los dos jóvenes del Cuerpo de Guardafronteras que emergieron una noche desde la oscuridad total con sus respectivas AK-47. Tal aparición nos impactó a todos, porque los adolescentes poseen una tendencia a idealizar lo vinculado con temas bélicos.
También sentimos un poco de malestar, que comenzó a rozar la animadversión, cuando descubrimos que nuestras compañeras de aula miraban con fascinación a los reclutas.
Mucho después conocimos que el término se usaba como calificativo peyorativo, pero en ese tiempo se nos antojaban superhéroes.
Sin sospecharlo siquiera, seríamos personajes secundarios en una gran historia de amor… no hemos llegado ahí todavía.
Ahora intento dar una explicación al por qué de nuestro comportamiento ejemplar. Creo que se debía a diversos factores. El primero, como ya escribí, respondía a la posibilidad de formar parte del grupo en un próximo viaje.
Otro factor era el entorno. El campismo estaba custodiado por un cenagal y grandes formaciones de mangle. A ello sumemos la larga línea de costa con una playa colmada de piedras en el fondo, las cuales parecían criaturas extrañas que nos obligaban a bañarnos en grupo; rematada por una barrera de arrecifes muy visible y donde rompían las olas.
Como bien dije, la escena que más me impactó de aquel fin de semana memorable está relacionada con el amor.
En las noches, la luz del gran faro próximo a la instalación lanzaba su destello cada nueve segundos y la claridad lo abarcaba todo. Un tanto irreales, los fúlgidos destellos brindaban la oportunidad de ver qué se escondía tras la tupida vegetación.
Cuando me sobrevienen los recuerdos de ese fin de semana, me llegan con banda sonora, porque coincidió con el éxito de un cantante mexicano. El tema entumecía los sentidos de las niñas del grupo, quienes tarareaban como poseídas cada estrofa de la canción.
Justo en el instante en que la luz del faro parecía más intensa, y nos llegaba por enésima vez la machacona canción, reapareció, como en una de esas escenas románticas de las telenovelas, uno de los soldados, está vez sin uniforme militar, y sacó a bailar a nuestra profesora.
Luego se dirigieron a orillas de la playa para conversar distendidamente. Creo que por un momento la profe se olvidó de nosotros, aunque en honor a la verdad ella estaba confiada, porque sabía que ninguno se atrevería a hacer alguna trastada por temor a la oscuridad, y más allá de las cabañas no se divisaban ni las palmas de las manos. Sin duda, la noche era la mejor aliada de la profe. Incluso, bajo su manto, recibió un gran beso que no vi, pero me contaron.
Sí, fue una bonita escena la pareja a orillas del mar y bajo los destellos del faro.
Como premio mayor de aquel fin de semana, y gracias a esas raras coincidencias del destino, el joven militar vivía también en la casa junto al faro. Era el hijo del torrero.
Esa dulce casualidad nos permitió subir hasta el nivel más alto de la estructura, a través de una enrevesada escalera. Una vez en la cima, pudimos observar los gruesos cristales de la lámpara.
Desde las alturas aprecié una de las vistas más sobrecogedoras que recuerde por su extrema belleza. Logramos divisar los grandes arrecifes, que se veían con suma nitidez, al tratarse de una zona con marea muy baja.
Fue la primera vez que vi la Laguna Maya, pero entonces no sabía el nombre o si realmente existía aquella masa de agua de la que nadie me había hablado. Durante algunos años creí que todo había sido producto de mi imaginación.
Cuando retornamos a la ciudad y avanzaba a casa, quedé absorto, imbuido en varios pensamientos. Repasaba cada detalle de la aventura y si me había ganado la oportunidad de regresar.
Con ínfulas de grandeza, yo caminaba diferente, para tratar de advertirles a mis amigos del barrio que había experimentado un cambio radical en mi vida. Estuve un fin de semana fuera de casa, y nada más y nada menos que en un campismo.
Quizá por ello me visualizo ahora desplazándome con un marcado cansancio, producto de las tantas aventuras, a la vez que intento caminar erguido para hacerme notar, como el héroe que vuelve de la guerra.
Y debo reconocer que iba con cierta vanidad y con muchos deseos de que me preguntaran, para tratar de resumir en pocas palabras las tantas experiencias acumuladas durante el fin de semana.
Ahora que lo pienso, fue en séptimo grado y con 11 años de edad que tomé una mochila por primera vez, con ansias de aventuras. Nacía en mí, sin sospecharlo apenas, ese mochilero que recorrería décadas después media Cuba, y que todavía disfruta el contar cada vivencia.
SUPER CAMPISMO