Una mañana cualquiera en la parada del Aeropuerto Viejo. Y digo parada pues se trata de un lugar en el que las personas se paran, literalmente, a esperar por una guagua; porque, de ser por su delimitación o sus condiciones, pueden estar seguros de que no reuniría las características suficientes para ser declarada como tal.
Ya son casi las ocho. Cientos de personas se acumulan a lo largo y ancho de la explanada. Unos pocos esperan algún transporte para La Habana. Otros, y estos son la mayoría, se mantienen en pie de lucha con tal de montarse en lo primero que pase para Matanzas. Mientras, solo algunos afortunados llegan con la idea de coger una máquina, y no precisamente porque la suerte los acompañe, porque, para pagar 500 pesos… bueno…
La situación empeora si se trata de un lunes, día en el que gran parte de la población del municipio se traslada hacia sus respectivas becas o centros laborales. De un lado, Santa Marta, esquiva y somnolienta. En el sentido contrario, Varadero, tan cerca y tan lejos como los espejos de Ricardo Arjona.
Primero pasa la guagua de acordeón. Casi nadie se monta, pues de abordarla te esperarían varias décadas de trayecto; hasta Boca, claro está. Porque para llegar a Matanzas se demora un par de siglos.
De pronto, llega un camión y la multitud enloquece. El susodicho se estaciona donde primero le viene en gana, lo mismo en el área de las máquinas que llegando a la parada del Pre. “¡Cien pesos hasta el Viaducto!”, anuncia el chofer, con voz de mando que espanta a la mayoría de los corredores. Sin embargo, algunos sí se montan, pensando que al menos no les cobraron las «cinco tablas» que vale una máquina.
Pasan los minutos y el movimiento de las masas les anuncia a aquellos que lograron montarse en el camión la llegada de algún ómnibus con destino indefinido aún; razón que les lleva a vaciar el paquidermo en cuestión de segundos.
Entonces comienza la batalla. La guagua también se detiene donde mejor le parece, a pesar de las señas de la inspectora, y enseguida se acumula el tumulto alrededor de la puerta. Sí, esa misma que, según el chofer, vale más que toda la guagua, con pasajeros incluidos.
A esa hora todo el mundo empuja y se siente empujado a la vez. Pueden suceder dos cosas: o te elevan hacia el interior del monstruo, o delante tuyo se para alguien que no te deja avanzar. Eso sí: la puerta nunca va a abrirse delante de ti. Eso no es más que una leyenda urbana.
Como de costumbre, no logras clasificar en la primera que para, y te deprimes mientras observas desfilar a decenas de guaguas que pasan vacías por la Vía Blanca. ¿Qué destino tendrán y con qué combustible estarán andando?, suelen preguntarse algunos.
Ya a las ocho y media han llegado algunas bestias rodantes: tienes incluso para escoger. A las nueve en punto la parada se vació, y entonces las guaguas ―poco a poco y solo por un corto período de tiempo― se parquean a esperar en filita india por la llegada de los viajeros.
Ah… pero el resto del día… la parada del Aeropuerto Viejo vuelve a ser ese desierto en el que podrías encontrarte incluso un avión antes que una guagua. (Por: Humberto Fuentes)
Amigo Humberto: Quizás Usted y otros se cuestionan la causa de la aparición salvadora de una diarrea de guaguas «entre las 8:30 y las 9:00», y que, durante el resto del día «…la parada del Aeropuerto Viejo vuelve a ser ese desierto en el que podrías encontrarte incluso un avión antes que una guagua». Hay una razón, a esa hora retornan vacíos para Matanzas (lo mismo ocurre entre 6:15 y 6:45 am) los ómnibus Transmetro del turno que antes trasladó a los trabajadores matanceros hacia los hoteles del balneario. Para el resto de los turnos hay mayor encadenamiento (trasladan trabajadores hoteleros en ambos sentidos) y es raro que paren en dicho lugar, a no ser que pase una de las antiguamente denominadas cañoneras.