Hace un tiempo discutía con unos amigos, después de una botella 100 % producto nacional, de esas que convierten a los introvertidos en filósofos y bailarines de Can Can, de dónde provenía la palabra Yuma. El piquete se dividió en dos bandos. El primero de estos argumentaba que su origen radica en una vieja película del oeste, esa de vaqueros pecho peludo y gatillo fácil, parecidos a los que rondan las pistas de baile de las discotecas, “El tren de las 3:10 a Yuma”. El segundo grupo afirmaba que etimológicamente era una abreviación y criollización de United States, “yumaistates”, la yuma.
Al final nunca logramos ponernos de acuerdo y la noche transitó a otros temas, como que el amor a la misma vez que nos salva nos hunde, y a las canciones de los buenos borrachos. No importa si el vocablo viene de un pequeño pueblo perdido en la nada, cuya única alegría resulta que en el horizonte aparezca el humo de la locomotora, o de pereza léxica nuestra; en verdad, lo que vale es que existe y está ahí y ellos están ahí.
De los yumas, los mismos a los que cuando niños nos advertían que no les aceptáramos chicles en la calle, creo que conocemos y desconocemos en iguales cantidades. Sabemos a qué huelen. Si me pidieran describir ese aroma, solo pudiera escribir que es “a yuma”, y muy rico se siente, pero no sabemos el por qué. ¿El detergente que utilizan mezclado con que allá no se suda como aquí, donde creemos en ocasiones que el alma se nos diluye mediante la piel, o porque las feromonas del primer mundo te asaltan por la nariz?
Mi otra gran duda es si podemos considerar yumas solo a las personas que nos visitan desde los Estados Unidos, o también hay que agregar a Europa y otro país cuyo PIB doble el nuestro. A veces he creído que ellos son cualquiera no natural de la tierra que producía la caña, la misma que se utiliza para hacer el ron barato que, de a poco, mata a los ángeles del silencio en las conversaciones, sin que valga que hayan salido de una de las repúblicas del báltico o una nación subsahariana: la única e imprescindible condición es no ser de aquí.
Incluso los que nacieron en esta Isla itinerante pueden convertirse en yumas; y no hablo de residencias y ciudadanías foráneas, eso al final no va más allá de papeleo y trámites, sino de perder la idiosincrasia.
Siempre he pensado que las personas poseemos esencias. Todo cambia, como diría Mercedes Sosa, la yuma que canta como si su voz fuera una resonancia de los Andes; entonces, por qué no vamos a cambiar nosotros. Mas, existen centros que deben mantenerse para no perder el Norte, el del alma, no el geográfico. Entre esas fuerzas gravitatorias que nos mantienen coherentes, se encuentra nuestra identidad.
Por eso, cuando alguien viaja y de repente olvida que en ese parque oscuro al doblar de la casa donde nació dio su primer “piquito”, y luego intentó usar la lengua y no sabía cómo y se dijo que debía haber practicado con un hielo como le sugirieron; o que siempre hay que deshacerse del doble nueve porque si no te embruja la data, aunque después te acusen de botar gordas; o que el primer buche de la botella que pone a perrear hasta al más casto y puro es para los santos que te abren los caminos y para tus antepasados que hicieron esas mismas libaciones; a ese que olvida su naturaleza más intrínseca le decimos: ¡No te hagas el yuma, asere!
Puedes oler rico y preguntarte si es por el detergente o porque pasas del aire acondicionado de la casa al del carro y luego al del trabajo, pero aun así estuvimos los dos en círculos infantiles con nombres proletarios y primarias con los de mártires, y ambos ripiamos el envoltorio del cucurucho para no dejar el último grano de maní en el fondo. Las esencias no se pueden extraviar, solo falsificar.
Siempre me queda el aliciente de que, cuando te molestas mucho, esos arranques de “quítate que voy”, aunque quieras hacerte el fino, sin pensarlo recurrirás a los insultos que utilizaba tu madre contigo cuando rompías un plato por picar chicharritas antes de que armaran la mesa, o cuando te robaban las bolas. Así que, mira, por favor, estate tranquilo y no te hagas el yuma.
Excelente crónica. Como siempre.