Esta historia no va de un mamífero temerario de filosas garras y potente rugido. Se trata de una perrita sata y medio resabiosa que apenas levanta una cuarta del piso, y que con sus gruñidos solo se vuelve más simpática.
Como ciertas personas, además del carácter huraño, ha asumido también ciertas manías. Entre las más llamativas se pudiera mencionar el incondicional amor que profesa hacia una vieja prenda de vestir que viaja con ella desde días de nacida: un ajado pulóver de rayas que nadie puede tocar.
A la cariñosa perrita se le observa siempre junto a su “compañero” textil. Lo acaricia en todo momento, como para demostrarle cuán importante es para su vida. Incluso el trapo despierta el celo de sus dueños, pues nunca han recibido semejante amor, salvo quizá cuando le acercan la comida; en cambio, a la tela, ya convertida en tiras por el tiempo, no vacila en lamerla con devoción.
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No hay Dios que la separe de ese tejido. Cuando su dueña decide lavar la prenda, deben encerrar a la perra en el baño, y desde lejos se escuchan sus gemidos de tristeza, quizá pensando desde su mente perruna que torturan a su inseparable trapo, o que nunca más contará con su compañía.
Después de horas de sufrimiento, al retornar a sus patas el compinche de siempre, es decir, el pulóver de rayas, siente extrañeza por el olor a limpio, pero bastarán par de lamidas y dos o tres revolcones y el trapito quedará como viejo, incluso con el mismo fuerte aroma de siempre.
Y tal pareciera que reverdece la amistad incondicional de muchos años entre una perrita sata y su prenda preferida.