Mientras permaneces atento a la cola, un simple cálculo matemático te advierte que al menos alguno de los escasos productos que quedan alcanzarás, por la posición que ocupas en la fila. «Por suerte normaron la cantidad a expender», te dices para tus adentros, con esa conformidad un tanto endeble que invade a las personas que enfrentan tiempos difíciles.
La decisión la aprecias acertada, porque de esa manera más personas se beneficiarán de ese servicio. Desgraciadamente, tales cavilaciones sobre ese estado ideal al que aspiras choca abruptamente con la dura realidad.
Sobre todo cuando caes en la cuenta de que en no todos los individuos prenden sentimientos altruistas; por el contrario, el egoísmo crece en los momentos de más dificultad, donde algunos seres llenos de vileza prefieren asumir esa actitud deplorable que se resume en un «sálvese quien pueda».
Ponerle coto a esa manifestación desprovista de valores esenciales como la solidaridad y generosidad debería dictar la actuación diaria de ciertos dependientes de establecimientos estatales, pero da la impresión que sucede todo lo contrario: solo obedecen al tintineo sordo del dinero, sonido que en estos tiempos ha endurecido más de un corazón.
Por ello, desde cualquier mostrador, casi con desparpajo e ignorando a los clientes que aguardan en la cola, venderán la cantidad que crean pertinente al mejor postor.
Lea también: No habrá impunidad para quienes delinquen en el comercio
Violan así, en ocasiones, el mandato inicial de algún directivo, y peor sería si este decide evadir su responsabilidad, la cual no debería ser otra que velar por que se cumplan ciertas orientaciones en respuesta a las contingencias que enfrentamos, como lo es racionar la venta de un bien deficitario.
Mas, se han tornado habituales el favoritismo, el cambalache y la desidia en más de un establecimiento comercial.
A su vez, más preocupante resulta que en tiempos de escasez se perciba también tanta carencia de sensibilidad y empatía, y en cambio se haga palpable cierto sentimiento de impunidad hacia lo mal hecho.
Porque sin dudas los dependientes actúan con tal desfachatez ante el asombro y enojo de todos, dado que se saben, o se creen, intocables.
Esa manera de pensar surge de la falta de exigencia de los administrativos, máximos responsables de cuanto sucede en una unidad.
Resulta una verdad de perogrullo que lo poco entre muchos siempre creará tensión, pero no intentar al menos una distribución más equitativa constituye una afrenta, sobre todo a los más desfavorecidos.
Semejante actuación torpedea hasta echar por tierra los preceptos humanistas que sostienen nuestro sistema social.