El Cinematógrafo: Sonido de libertad

En ocasiones llegan propuestas como Sonido de libertad que sin ser de las peores, más bien dejan a uno frío o distante.

Ficha técnica

Título original: Sound of freedom

Año: 2023

País: Estados Unidos

Dirección: Alejandro Monteverde

Guión: Rod Barr, Alejandro Monteverde

Fotografía: Gorka Gómez Andreu

Música: Javier Navarrete

Reparto: Jim Caviezel, Bill Camp, Yessica Borroto, Cristal Aparicio, Lucas Ávila, Eduardo Verástegui, Javier Godino, Mira Sorvino…

Duración: Dos horas y 10 minutos

En ocasiones llegan propuestas como Sonido de libertad que, sin ser las peores ni tampoco las más anodinas del mundo, sino de las que más bien dejan a uno frío o distante, sorprendentemente son las que se quedan en la cabeza a lo largo de la semana siguiente. No tanto por el horror en específico que relatan –aquí el tráfico de niños en América con fines de esclavitud sexual–, sino por la postura incómoda en la que uno se queda, o se debe quedar, como espectador.

¿Es este un vehículo de denuncia y activismo movido por una noble, justa y urgente causa? Sí. ¿Es por ello una buena película y artísticamente está a la altura de su mensaje? No del todo, diría yo, pero tampoco me disgusta. Su buena realización, sumada a cierta humildad que la caracteriza a lo largo del metraje, la trata mucho mejor y hace más por ella que el sentimentalismo barato de siempre por la gran mayoría de esos alegatos filmados que en ocasiones asquean de lo manipuladores e irrespetuosos que resultan. Monteverde sabe qué tipo de cine es este y cómo darlo a respetar.

No me parece la revelación extraordinaria que rotulan las taquillas de medio mundo, ni tampoco el horror panfletario que muchos creen sin explicar muy bien el por qué de su rechazo. Esta clase de filmes son como pasajeros dolores de cabeza y no se esfuman sin antes plantearnos reflexiones un poco más perdurables que las originadas por otros, pese a que estos tal vez nos hayan interesado o gustado muchísimo más, y mayor es el fastidio cuando la respuesta depende tanto de nuestra subjetividad a la hora percibir un producto cualquiera y bien poco de la calidad intrínseca en el mismo.

Si bien me exasperan muchas de sus hermanas de sangre, a menudo manuales de exaltación sin tino artístico que van desde denuncias contra la contaminación medioambiental o las formas discriminatorias repartidas por todo el planeta, Sonido de libertad mantiene mi interés de principio a fin. No tanto mi atención, pero al menos mi interés; su emoción cavila por momentos de lo atonal que se hace, pero el tono de thriller dramático la rescata. Tampoco se trata, y es bueno aclararlo porque la campaña publicitaria confunde, de una imbricación entre la denuncia y la acción al estilo Lágrimas del sol (2003, Antoine Fuqua) ni mucho menos; se parece más a una determinada clase de películas sobre misioneros, pero sin final apoteósico.

Dentro de la sumamente estrecha capacidad de asombro que tiene el género cinematográfico del panfleto –que existe como tal pese a que se le ignore olímpicamente en las diversas historias del cine y no es tan deleznable como nos tiene acostumbrados por culpa de cineastas de mucha verborrea y escasa maña–, este en particular emite lo que tiene que emitir sin ahogo alguno, con un margen de innovación bastante amplio y no aprovechado a fondo. Siento que pudo ser más entretenida, emocionante y audaz de lo que, por suerte, en buena medida es.

Algo lamentable es que la historia de Timothy Ballard, individuo con muchas luces y alguna que otra sombra por lo visto, esté contada de un modo bastante estándar al que siento que se le debe agradecer qué errores no comete. Por ejemplo, tiene a su favor el poco proselitismo, la discreción religiosa, la mesura de la violencia y del abuso sexual –pese a algún que otro plano innecesario de niño sufriendo–, la solidez actoral de grandes y pequeños, movimientos de cámara que contrarrestan los momentáneos olores a telefilme pretencioso, etc.

Como cinéfilo, ciñéndome al amparo del momento justo en que escribo esto, puedo afirmar que hasta ahora sigo siendo el mismo después de ver Sonido de libertad. Más allá de recordarme una realidad a la que por instinto solemos voltear el rostro cuando revisamos cartelera, no me ha estrujado el corazón como inicialmente creí tras un arranque excelente, y no sé si será que me estoy endureciendo a base de personajes que contienen sus lágrimas en vez de mostrárnoslas tanto como el Ballard de Caviezel, o que el cine producido por David Puttnam durante su etapa de apego a la Columbia me ha malacostumbrado al desgarro firme y trabajado de El expreso de medianoche (de 1978, dirigida con competencia por Alan Parker y escrita por Oliver Stone, sobre la vida en una prisión turca) o de dos maravillas de Roland Joffé como Los gritos del silencio (1984, acerca de los campos de concentración en la Camboya de Pol Pot) y La misión (1986, plena de matices a propósito del atropello cometido contra los nativos de Sudamérica).

Tanto así que esta vez no sé si debo aplicar la vieja máxima de que ninguna película, ni siquiera la peor, se ha visto una sola vez. Por lo general urge revisitar aquellas que nos dejaron cierta complejidad oculta entre sus imágenes –o al menos así me sucede–, y no necesariamente entre las que ya teníamos creadas como parte de nuestras convicciones humanas y que solo han sido revueltas al enésimo contacto con un tema peliagudo y triste.

A la vez no deja de preocuparme, una vez más, la falta de obras maestras de nuestro tiempo y que títulos de altura tan mediana como este enerven la afición del público por encima de otros más bien dispersos, cada vez más difíciles de hacer, encontrar y aplaudir cuando acaban. Esa es la otra cuestión; las buenas películas no acaban, aunque su inmortalidad sea desigual entre unas y otras, pero lo cierto es que una vez expresado mi enrevesado argumento sobre si me gustó o no Sonido de libertad, ya es para mí una más en la lista de estrenos vistos en 2023: un renglón ocupado sin mucho brillo.

Parafraseando la emotiva y acertada canción de Shakira que estremece en los últimos minutos, cada día pienso un poco menos en esta película que, lejos de destruir algo de mí, espero construya dentro de otros.

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