Seamos sinceros; ver películas mientras llueve, con el sonido externo de los goterones fuera de casa, o de donde estemos, es una de las mejores formas de entregarnos a ellas. Tan placentera como irritante puede ser el caso contrario, el de hallarnos dentro de un cine con filtraciones.
Pero, asimismo, hay algo incluso más acogedor para los que nos damos cita con este arte todas las veces que podemos: la lluvia en las películas, en aquellas donde llueve bien, tanto como si también ocurriera en nuestro interior.
Sí, digo donde llueve bien. Porque igual que un actor, o un truco de guión, o un gag visual, la lluvia puede estar mal y desencajar del conjunto. En manos torpes –como se llama un viejo spaghetti western de pocos nubarrones y mucho sol– puede tornarse forzada, inoportuna, ridícula, cliché, hasta peligrosa para nuestro disfrute. Por otra parte, sabe a gloria en manos sabias, como las de Woody Allen en esa maravilla de Día de lluvia en Nueva York (2019) que vi el otro día durante semejantes condiciones climatológicas, o las de Blake Edwards cuando separa y reúne a su antojo a tres personajes –contando al gato– al final de Desayuno con diamantes (1961), jugando con nuestro ritmo cardiaco y calándonos de agua hasta las pupilas mientras Audrey busca a su mascota y un poco de ternura en la soledad de una gran ciudad.
La ficción corre hacia nosotros como un torrente y nos atrapa mejor cuando las precipitaciones hacen aparición, ya sea para que, cuando arrecian, una bruja enfrentada a siete enanos muera de forma espectacular, o Moriarty invite a Holmes a compartir coche por las calles de Londres, u Orson Welles cruce con su cámara un cristal y penetre en la decadencia de una ex del ciudadano Kane, o Milos Forman nos invite a enterrar a Amadeus en una fosa común, o Simba suba al trono y extienda su rugido por la sabana, o un chico y una chica compartan merienda y sentimientos en el jardín de las palabras. En materia de conquista del espectador, sin que medie explicación lógica para ello, en ocasiones las cumbres son más altas si se presentan bien borrascosas.
¿Cuántas veces no hemos acompañado en esas circunstancias a personajes perdidos en la noche inclemente, y hasta comprendido cuando deciden refugiarse en la mansión de pintas más góticas y menos acogedoras que podrían imaginar? De otra forma, no habría Psicosis (1960), ni The Rocky Horror Picture Show (1975). ¿Cuánta tensión lluviosa no hemos tenido, como los respectivos clímax de un par de prodigios del género fantástico con títulos similares, que son La joven del agua (2006) y La forma del agua (2017)? ¿Cuántos cautiverios han sido tan aterradores como el de Fanny y Alexander (1982), con esos dos hermanitos pegados a los barrotes de una ventana mientras el mundo parece acabarse dentro y fuera del terrible hogar?
En cuanto a la parte más amable, sobran los planos apasionantes bajo su incesante tacto, de Love Story (1970) a Cinema Paradiso (1988). ¡Qué besos! Comprendo a los que hacen chapucería o mero reciclaje a partir de tales instantáneas en leve movimiento, pues debe ser muy difícil replicar ese encanto que baña los rostros de Ryan O’Neal y Ali McGraw en la primera, y del Totó adolescente y su novia en la segunda (que, por cierto, los interpretan bien los actores, pero sus nombres no nos remiten al mismo estremecimiento que si los recordamos como Totó y su novia).
No sé qué me puede provocar mayor erizamiento, si un repentino chaparrón en ausencia de refugio o las últimas palabras que en Blade Runner (1982) pronuncia Nexus 6, el robot más humano que conozco, cuando, llegado su final con precisión de maquinaria, reconoce que sus vivencias, sus recuerdos, todos aquellos momentos, “se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia… Hora de morir”. Una escena muy efectiva para desatascar el alma, y dejarla volar como esa paloma que, en un plano de pura poesía, se escapa de entre las manos del androide hacia un cielo que comienza a despejarse.
Aunque ha llovido mucho desde que un Tyrone Power hindú y Myrna Loy hicieron frente a la primera versión de The rains came, hasta que Makoto Shinkai nos inundó de belleza y emoción con la indetenible El tiempo contigo (2019), nos faltan buenas películas sobre el fenómeno en sí, donde ocupe un rol verdaderamente importante. Hay muchas sobre tormentas perfectas, crecidas de ríos y desastres por el estilo, pero muy pocas sobre el placer o lo inexplicable que la lluvia conlleva.
Por lo menos el ya citado señor Allen es experto oficial; con certeza afirmo que, una vez vista, nadie en el mundo puede olvidar la espalda mojada de Scarlett Johansson en Match Point (2005), y mucho menos la mención en verso, sin aparecer una gota, que le hacen esos amantes furtivos en Hannah y sus hermanas (1986). A Howard Hawks tampoco se le daba nada mal, incluso sus historias cobran más calor cuando sucede: por ejemplo, buena parte de Solo los ángeles tienen alas (1939) transcurre así y abarca el mejor tramo de la acción, y la temperatura se hace tan real que compartimos la reacción de Cary Grant al quemarse los dedos con la cafetera o su dolor al despedir al amigo moribundo.
Y Los siete samuráis… ¿No sería totalmente diferente esa batalla si no transcurriese bajo semejante chaparrón? Llega a la tierra con una fuerza solo comparable a la de Kanbei cuando tensa su arco, o a la de Kikuchiyo cuando sepulta las espadas en el montículo. No es que venga muy al caso, pero cuentan que Kurosawa tuvo que entintar el agua para que el blanco y negro la captase mejor. Ya decía yo: no le apodarían Emperador en vano, si hasta un elemento de la naturaleza pretendía dominar.
El momento entre momentos de John Wayne y Maureen O’Hara en El hombre tranquilo (1952) es otra cosa: primero, un paseo idílico que el clima interrumpe; luego, buscan cobijo en ese campanario que no está ahí por gusto, sino para enmarcarnos un plano inmortal; y por último, un abrazo cuyo calor llega hasta nosotros, y ese beso que provoca, literalmente, relámpagos y truenos mientras la pareja se empapa a la vez que aviva un fuego incapaz de apagarse. El cine produciendo sublime electricidad –La chica del adiós (1977, cuando cenan en la azotea)–, no un burdo cortocircuito –Diario de una pasión (2004, antes de consumarse el ardor protagónico)–. A su vez, en St. Elmo’s Fire (1985) Emilio Estévez pedalea tras Andie McDowell, su amor imposible, y a punto está de resbalar cuando se detiene, con la torpeza de un mal detective: solo la obstinación de un colegial puede atisbar un objetivo a perseguir en medio de un aguacero parecido. El destino de la amada y su perseguidor es una fiesta, donde ella entra soberbia y radiante, y él, segundos después de espiarla por la ventana, llamando la atención con adjetivos muy distintos. El sonido de sus zapatos encharcados sobre el suelo entarimado perdura tanto como la más patética, pero quizá también la más vital, de las historias que conforman esta joya ochentera.
En cambio, Dana Andrews sí sabía lucir gabardina en la noche menos estrellada y montar guardia por una diosa, calentándose a base de cigarrillos. Para algunos, en el plano de Laura (1944) donde interroga a Gene Tierney, justo en el instante que le ilumina el rostro con una lámpara sobre la mesa, está resumido el cine negro. Para mí, lo está en el anterior que reviví. No sé por qué el noir me funciona mejor con lluvia que con niebla, o si no con la atmósfera cargada de las calles una vez se ha evaporado todo. Esa humedad, de tal fogaje que no necesitamos asomar la nariz para sentirla… A propósito, qué bien llueve en el universo de Sin City.
Y, cambiando de latitud, en varias de las grandes películas románticas que parten de la infidelidad, ¿por qué llueve en los minutos de mayor intensidad? ¿Viene en alguna cláusula anticipada de los guiones? ¿Acaso es el secreto que hace a Los puentes de Madison (1995), Enamorarse (1985) y Un extraño en mi vida (1960) tan superiores a casi cualquier película de amor cercana en el tiempo a cada una? En la primera sirve para difuminar la silueta de Clint Eastwood en la despedida más dolorosa de finales de siglo; en la segunda, también con Meryl Streep, para ayudar a privarnos de toda esperanza de que las cosas salgan bien, con maldita efectividad; en la tercera, para que Kirk Douglas siga amando el olor de la tierra tras el paso del huracán Kim Novak, una auténtica tempestad humana desatada en su vida.
El firmamento del cine es tan amplio que cabe toda clase de lluvias: para cantar y bailar, siempre peor que un Gene Kelly en estado de gracia, mano asida a la farola, paraguas en la otra y pies formando olas de la acera a la calle y viceversa; para aburrirse y buscar entretenimiento dentro de casa, como en Beau Geste (1939) y Los Goonies (1985), que en una se acaba descubriendo un secreto en torno a un diamante y en la otra un auténtico mapa del tesoro, o para asustarse y hallar confort al abrigo de Julie Andrews en Sonrisas y lágrimas (1965); para oler, como cuando en Retorno al pasado (1947) un puntapié del viento abre de súbito la puerta y la cámara nos saca del bungaló y nos pasea por el diluvio tropical en la noche, cortesía necesaria para que Jane Greer y Robert Mitchum hagan el amor a escondidas de la censura, mas no de nuestra percepción; para temblar, como al cierre de Tenebrae (1982), y por tanto del gran período del terror italiano, a cada paso sobre lo mojado que Daria Nicolodi da hacia esa casa donde no debería entrar…
Y las hay tan gloriosas, por qué no decir que sagradas, como la que hace fluir la sangre del Mesías desde lo alto del Gólgota en Ben-Hur (1959), o la que acuña el proceso de crucifixión en La historia de más grande jamás contada (1965). La Pasión, tal cual se ha contado, ha permitido que se luzcan buenos cineastas de vez en cuando, y que, una vez ganada nuestra atención, la rematen de belleza cuando Dios se pronuncia nube abajo.
A mi mente vuelven, sin orden ni disciplina, con la fuerza de sus respectivos aluviones, esa pelea decisiva, a camisa quitada, de Arma letal (1987), junto con la brutal venganza de Clint Eastwood en Sin perdón (1992), la invitación de lord Byron a Mary Shelley para que nos cuente La novia de Frankenstein (1935), la peliaguda escalada de los valientes detrás de Los cañones de Navarone (1961), la muerte de una fan en Noche de estreno (1977) que repitió Almodóvar con un fan en Todo sobre mi madre (1999), el recorrido que Hitchcock le traza por sus traumas a Marnie (1964), la partida rumbo a Inglaterra de Los vikingos (1958) en sus soberbios drakkars, Humphrey Bogart cargando en brazos a Ava Gardner en La condesa descalza (1954), la esperanza fértil que como por milagro empieza a caer al desierto en El tren de las 3:10 a Yuma (1957), el deliciosamente surrealista descenso por el río de Su juego favorito (1964), Steve Reeves en pose de yo invoco a Zeus en Hércules (1958), Gregory Peck alzando el arpón en Moby Dick (1956), Bruce Willis descubriéndose como superhéroe en El protegido (2000)… Hasta creo recordar que en El último de los mohicanos (1992), aunque casi no se ven y solo se escucha algún que otro trueno, unas cuantas gotas cruzan el rostro de la muchacha antes de reunirse con el indio muerto al fondo del abismo, lo cual hace crecer a la escena desde que lo noté.
Haría falta un crédito ilimitado de líneas para registrar las grandes, pertinentes, apoteósicas y sensibles lluvias de cine que recuerdo. Mi memoria no da abasto. Se me escurren entre los dedos.
Además, está a punto de escampar y mi inspiración comienza a evaporarse. La de esta tarde me tiene indeciso, entre un Sirk o un Almodóvar. Ni la menor idea de por qué, pero la de esta tarde es lluvia con olor a buen melodrama.
También le sugerimos: