«Ese cadáver que venciste mira,
Que murió con un himno en la garganta
Que entre tus brazos mutilado expira
¡Y en brazos de la gloria
se levanta!».
José Martí
No es que ignorara el sanguinario instinto de sus tiránicos adversarios ni que despreciara la vida. Por el contrario, la amaba. Tanto, y con desprendimiento tal, que estuvo dispuesto a todo para darle sentido.
Frank País había conocido a Fidel, sabía del sacrificio de Abel, de Tasende, Renato, Boris Luis, … de 70 jóvenes del Centenario, inmolados en la mañana insurrecta del 26 de Julio.
Demasiado grande era aquella desgarradura. Y, demasiado sensible él, llevaba en el pecho esa herida que, sin lamentos ni alardes convirtió en patrióticas energías para fundar lo nuevo.
Sus actos hablan por él. Frank anticipadamente entendió que «habrá que darlo todo», esa verdad cruda y hermosa que años después un poeta hizo versos. Frank se habría jurado acaso a sí mismo entregarle su alma, sus brazos, su sangre si era preciso, para hacer realidad el mismo sueño de los que avanzaron sobre el Moncada.
Siempre lo supo: en el camino a ese sueño, una bala podría interponerse; una bala que podría asesinarlo a él, pero no a la esperanza renacida en los muros de una fortaleza de su entrañable Santiago.
El estremecimiento y la ocasión de ver y escuchar a Fidel fueron definitivos en el joven héroe; le hicieron ver que Cuba andaba otra vez, y en ese andar avistó su tiempo; se fundió en él. Salió un día, abierto y silencioso, como era su costumbre, y en el Callejón de los Muros lo esperaba el disparo cobarde.
Mataron a Frank, no a su ejemplo. De pueblo, de juventud era el sueño de aquel santiaguero que vive todavía.
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