La condición humana: un potrero en Carlos Rojas

I

A las cinco de la madrugada aún hay muy poca luz como para ver el camino que va desde Carlos Rojas hasta el caserío de San Pablo. Una vez que se deja atrás el último foco reflector, no se sabe lo que viene, porque se entra en un estrecho camino donde es imposible ver algo. 

Tropiezo con alguna piedra o con alguna irregularidad del suelo a cada paso. Por suerte, traje las viejas botas de mi abuelo y, en este caso, no me importan mucho los trastazos que puedan recibir. 

Wilfredo hace el trayecto todos los días y ya está lo suficientemente preparado como para no errar ni una sola pisada. Su hermano Julio César es dueño de más de 20 vacas a las que hay que ordeñar a diario y él va hasta el potrero, que es donde muchos guajiros de la zona tienen sus reses. La jornada comienza tan temprano que, cuando cantan los primeros gallos, ellos ya van por la mitad del ordeño.

Unos 50 metros antes de llegar, la luz de tres bombillos, ubicados en lo alto de viejos postes metálicos, contornea el potrero. Hay varias cuadrículas delimitadas por unos palos y alambre de púas. En una de ellas están solamente los terneritos, a los que sacan poco a poco para que mamen de las ubres de sus madres y así ayudan a que “baje” la leche.  

Después los amarran por el cuello a las patas delanteras de la vaca, y los apoyos traseros de ella también son apresados con pequeños tramos de soga. Entonces, Wilfredo se sienta en una banquetica de tres patas, se coloca un cubo entre las rodillas y comienza a exprimir las tetas del animal, mientras Julio César hace lo mismo en otra cuadrícula. 

“Mira, con espumita y todo”, dice Wilfredo y, cuando la leche ya no cabe en el cubo, la echan en las botijas de aluminio que hay recostadas a la cerca. Cada vez que vacían el cargamento, un dulce aroma se eleva en pequeñas nubes de humo caliente.

Dentro del corral, rodeado de vacas que hacen mi estatura, siento el olor del lugar, una mezcla de estiércol, tierra, hierba y leche. “Aquí también debo ser cuidadoso con el lugar donde coloco los pies —me digo—, porque en cualquier lado puede haber una boñiga”. 

II

En Carlos Rojas dicen que Wilfredo es bobo. En el momento que le pedí que me llevara a ver cómo ordeñan las vacas me dijo: “Sí, y te voy a grabar pa que lo vean después”. 

Cuando habla, tartamudea y añade íes donde no van.

—¿Wilfredito, con qué teléfono tú vas a grabar? —le pregunta su tía, porque sabe que él no tiene ninguno.

—¡Je!, con el de él.

En su casa todas las tardes compran un litro y medio de ron, o más, y se reúnen varios hombres a tomar y, de vez en cuando, a jugar dominó. Sin embargo, raras veces juega. Cuando la gente se arrima a la mesa y la partida se vuelve el centro de atención, él sube al techo y está un rato allá arriba con sus palomas. En muchos pueblos rurales es así. Wilfredo me dice una de esas tardes que él no puede estar sin trabajar, porque quiere tener su propio dinero y no le gusta que nadie le pague su litro y medio. 

Hace unos meses, un tío suyo que vivía con él se fue para Estados Unidos. La noche antes del viaje no hubo corriente y llovió hasta tarde. Antes de irse a dormir, Wilfredo le comentó que él no quería que se lo llevara, que lo que él quería era una Honda para correr en Carlos Rojas.

III

Casi son las siete. En el potrero el sol empieza a salir desde el lugar al que lleva el camino. Poco a poco, el cielo cambia sus colores, las ranas se esconden entre la hierba y los guajiros despegan los cables pelados que hacen contacto para prender los focos. Julio César se quita la gorra para secarse el sudor de la frente —ya han ordeñado a más de la mitad— y se pone a conversar con su hermano:

—¿Tú sabes que ayer pasó la “brigada especial”, no?

—¿La “brigada especial”? —le preguntó Wilfredo mientras ponía su camisa arriba de un palo y se quedaba con el pulóver que traía debajo.

En toda la madrugada los hermanos no habían hablado casi nada, salvo para pedirse algunas reses y agilizarse. “¡Tráeme a Bola’e humo!”. “¡La Pintá se salió!”. “Mijito, muévete que no has sacado na”. 

—Sí, yo les puse ese nombre, la “brigada especial”. Son los descarados esos que andan en las carretas por ahí y cuando una res se te queda atrás, te la inyectan y hasta ahí llegó. 

—Oye, pero yo te digo que hay que ser hijo de puta y vago. ¿Por qué no se compran unas vaquitas y las trabajan?

—¡Ay, Wilfredo, ese cuento es más largo y tú lo conoces! Tú sabes que esto es trabajo de todos los días y los chiquillos jóvenes nada más que están pa’l invento. Aparte, ¿pa qué, pa que el Estado te pida siete toneladas de animales y te las pague cuando le dé la gana y uno como un bobo aquí esperando el dinero?

 El descanso había sido suficiente y aún quedaba media botija por llenar. 

—Coño, pero… ¿robar?

—No, chico, robar no —respondió Julio César e hizo una pausa—; pero trabajar en esto tampoco. Mira, llénale el pomo de leche a ese que viene ahí.

Por el camino se acercaba un hombre que traía un pepino vacío en la mano. Wilfredo me dijo que le llevara la leche para que él no tuviera que cruzar la cerca. Me acerqué al desconocido con lo que supuse fuera su desayuno, a la vez que él me extendía unos cuantos pesos. Cuando regresé, los dos hermanos estaban lejos y casi no escuchaba lo que decían. 

Saqué una estrujada caja de H. Upmann del bolsillo y me puse a pensar en la ciudad. A esta hora mi papá ya debía haber desayunado y sacado el carro para ir a trabajar; mi mamá en el cuarto se debe estar vistiendo; y mis amigos, todos, estarían durmiendo hasta mucho más tarde. En esta época yo me despertaría tal vez a las ocho, me pasaría el resto de la mañana leyendo y en la tarde saldría a sentarme en algún lugar. 

Mientras el humo del cigarro se confundía con la leve neblina del amanecer, Wilfredo vino hasta donde yo estaba y me dijo: “Oye, ya terminamos. Ven acá pa’ que veas una cosa”. 

“Atravesamos todo el potrero entre animales que echaban su aliento matutino en mi cara y que Wilfredo azoraba gritándoles sus nombres. Me señaló una esquina en la que había, echado en el suelo, un animal tan grande que yo estaba convencido de que eran dos vacas apiñadas. “Ese es el toro —Wilfredo me miró risueño—. ¿Viste eso? No, mira, lo voy a parar”.

“Fue hasta allá con una vara larga en la mano y le dio por el lomo. La bestia, efectivamente, se puso de pie. Me asusté un poco. Siempre pensé que con bestias tan grandes no se juega. No obstante, Wilfredo parecía feliz. Estos no eran simples animales, sino pedazos de sí mismos desperdigados por un potrero”. 

IV

Cuando todas las vacas fueron ordeñadas, no quedaba más que sacarlas a pastar. De una en una salieron todas a un camino que de tanto andar ya se saben y sin que nadie se lo ordenara. 

Parecían una masa errante en los bordes de la Tierra. Cuando se dispersaron y formaron un poco de alboroto, nadie sabía si iban rumiando ideas de rebelión, si planeaban revirarse contra su amo, que montaba un mulo y las seguía de cerca. 

A medida que se adentraban en el campo, el ganado volvió a asumir su posición y se pusieron en fila. Dentro de ocho horas volverán a los corrales, el alambre de púas les volverá a arañar la frente, se echarán en el suelo húmedo. 

Al día siguiente, a las cinco de la mañana, aparecerán Wilfredo y Julio César otra vez.

(Texto y fotos: Erick Hernández Pino, estudiante de Periodismo)

Recomendado para usted

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *