Quizá los héroes, esos que hicieron mucho por el bien de otros, sean recordados por grandes hazañas, esas que no pueden faltar en las páginas de los libros de Historia y que en los exámenes le pedirán a los niños que argumenten su importancia con tres elementos.
No obstante, los héroes también son tan humanos como tú o yo, o esa persona sentada a tu lado que te mira mientras lees esto. Nacieron en alguna parte, se enamoraron una primera vez e hicieron el ridículo, porque todos hacemos el ridículo cuando nos enamoramos por primera vez; riñeron con sus hermanos como solo los hermanos saben reñir; e hicieron travesuras.
Camilo Cienfuegos, el que le firmaba al Che las cartas como “Tu querido chicharrón”, tal vez haya sido entre todos los héroes de la Isla —que ha dado muchos en muy pocos siglos, si nos comparamos con esos países de larga data y vasta leyenda como China o Rusia— el que mejor ha conjugado en sí dos de las cualidades esenciales de la cubanidad: la capacidad del sacrificio que conduce a la grandeza y la levedad.
Esta última se entiende no como ligereza, sino como el viento, transparente y juguetón, que te hincha la camisa y convierte en cohetes a los papeles tristes; pero que posee la habilidad de poner al mundo patas arriba.
Ramón, el padre, contaba que de pequeño Camilo nunca había visto un ciclón y que cuando uno azotó La Habana no se separaba de la ventana; con ojos como platos contemplaba las ráfagas, las cuchilladas de aire. Su viejo le explicó muchas veces todo el daño que podían causar, pero la curiosidad podía más.
“Cuando todo terminó y salimos a la calle, lo primero que vio fue la casa, mejor dicho, lo que quedaba de la casa de un compañerito a quien quería mucho, la cual se había caído. A la familia no le pasó nada, pero Camilo se entristeció y prometió no volverse a alegrar por la llegada del ciclón”.
Ese niño, al que luego le crecería en la cabeza un sombrero alón, nunca dejaría de ser niño, o por lo menos no perdería esa característica de los infantes de alegrarse porque la vida les rebosa y transmitir ese sentimiento a través del juego.
Relatan que en una ocasión, ya en medio de la invasión a Occidente, le dijo a su tropa: “Bueno, bueno, compañeros, a mí lo que más me preocupa ahora es qué vamos a hacer con el submarino que me manda Fidel desde la Sierra, porque yo sí no sé para qué sirve eso aquí en las Lomas de Yaguajay”.
Uno de sus hombres lo mira muy serio y muy crédulo. Había caído en la trampa: “Sí, hay que traerlo porque si Fidel lo manda para algo tiene que servir, así que en cuanto llegue, usted tiene la responsabilidad de subirlo hasta acá arriba”, le riposta al soldado.
Los que lo conocieron aseguran que le corría una máquina a cualquiera, como la anterior, pero sin una pizca de maldad, por el simple placer de jugar un rato. La jarana quizás esté tan dentro del alma de Cuba como la insularidad y las madres de agua.
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“En los primeros tiempos, en el año 1959, cuando vivíamos en Ciudad Libertad, se celebraban muchas reuniones en la habitación de Raúl y mía. Cuando Camilo salía, y como ya lo conocíamos, teníamos que registrarlo porque acostumbraba a llevarse, por broma, un montón de cosas en los bolsillos y me dejaba las almohadas pintadas de corazones y con letreros de las cosas que se habían estado conversando”, narra Vilma Espín.
Tal vez por esas anécdotas, dentro del imaginario heroico de la Isla, él se encuentre entre los más queridos, porque no solo genera respeto, también simpatía. Nos recuerda a esa gente que, cuando tenemos una mala racha, se nos aparece de repente y nos alegra el día y queremos decirle: “¡Hermano, qué bueno que usted anda cerca!”.
Por ello, este 28 de octubre, tú, yo, o ese sentado a tu lado que te mira mientras lees esto, cuando le llevemos flores a Camilo a su gran y hermosa tumba, el mar, como le corresponde a ese hermoso hombre, hay que pensar que lo tenemos cerca, muy cerca; que puede ser aquella ola intrépida que, cuando te detienes en la playa a contemplar el horizonte, con ropa que no quieres mojar, de repente te empapa.