Hay un patrón que se repite en la historia reciente: cuando Estados Unidos tiene problemas internos graves, inventa un enemigo externo y juega a ser el Sheriff. La última ocurrencia -tan peligrosa como predecible- es que el gobierno de Trump planea una operación militar directa en México contra los cárteles de la droga. Según NBC News, el plan incluiría el despliegue de tropas estadounidenses en territorio mexicano, ataques a laboratorios y la «eliminación» de líderes criminales.
Es la misma lógica del borracho que busca las llaves debajo del farol: no donde las perdió, sino donde hay más luz. El problema del narcotráfico se genera por la demanda estadounidense, pero la «solución» sería invadir al vecino.
El secretario de «Guerra» Pete Hegseth lo dijo hace unos días sin rubor: tratarán a los cárteles como a Al Qaeda o el ISIS. La comparación es reveladora: los mismos que crearon a Al Qaeda armando «rebeldes» en Afganistán, los mismos que incubaron al ISIS con su invasión a Irak, ahora quieren repetir la receta en América Latina. Hegseth afirmó que cada lancha que hunden «representa 25 000 estadounidenses salvados». La aritmética macabra de quien mide vidas para justificar invasiones.
Pero la historia es testaruda. Desde Vietnam hasta Afganistán, pasando por Irak, el ejército más poderoso del mundo tiene un currículum de derrotas humillantes contra enemigos no convencionales. En Vietnam, con toda su tecnología, retiraron la cola entre las piernas después de perder 58 000 soldados y masacrar a millones de vietnamitas. En Afganistán, 20 años y dos billones de dólares después, los talibanes gobiernan como si nada hubiera pasado.
Los cárteles mexicanos no son un ejército convencional, pero tienen ventajas que Washington subestima. Entre ellas, y de acuerdo a cifras estimadas, 100 000 efectivos dispersos en decenas de organizaciones; armamento sofisticado que incluye sistemas antiaéreos portátiles y drones FPV; control del territorio y conocimiento del terreno, además de enormes recursos financieros que les permitirían adaptarse rápidamente en caso de un conflicto.
Como bien señalan analistas, si los cárteles se unieran frente a una invasión extranjera, podrían desatar una guerra de guerrillas que haría parecer a Vietnam un picnic. Y aquí viene otra de las ironías del asunto: muchas de esas armas avanzadas llegan a través del mercado negro… desde Ucrania y Oriente Medio, dos zonas donde Estados Unidos ha sido muy «generoso» con su ayuda militar.
El verdadero problema -que ningún general quiere reconocer- está dentro de Estados Unidos. La demanda de drogas que alimenta todo el negocio; el tráfico de armas desde EE.UU. hacia México, y los mecanismos de lavado de dinero a través del sistema financiero estadounidense.
Mientras el secretario Hegseth habla de «envenenar al pueblo estadounidense», en las calles de Philadelphia o Los Ángeles la crisis de los opioides sigue matando más estadounidenses que todas las guerras juntas. Pero es más fácil apuntar con misiles hacia fuera que con políticas sociales hacia dentro.
Lo más cínico del asunto es el desplante soberanista. Mientras planean violar la soberanía mexicana, Estados Unidos tiene 750 bases militares en 80 países; posee tropas desplegadas en Siria e Irak sin invitación, y es dueño de un historial de injerencias que haría sonrojar a cualquier imperio pasado.
Cuando México protesta, es «antiyanqui». Cuando Siria pide que salgan sus tropas, es «régimen terrorista». Cuando Irak denuncia agresiones, es «ingratitud». El mundo al revés.
Y es por eso que mientras se discute invadir México, en Estados Unidos 40 millones de personas viven en la pobreza, el sistema de salud es el más caro e ineficiente del mundo desarrollado, los tiroteos escolares son noticia de cada día y los estudiantes se endeudan de por vida para educarse.
Pese a ello, el presupuesto militar -ya de 886 000 millones de dólares- sigue creciendo y «las élites sí ganan de todo este desorden».
Esta nueva amenaza contra México, más allá de la que aún se sostiene contra Venezuela por idénticos motivos, no es más que el último acto de un circo destinado a ocultar las miserias internas. Es la misma obra que vimos con Vietnam, Irak y Afganistán, pero con diferente escenario.
México no es Irak, y los cárteles no son ISIS. Pero la arrogancia imperial es la misma. La diferencia es que esta vez, el «enemigo» está a las puertas de casa, y un error podría desatar consecuencias impredecibles para ambos lados de la frontera.
Como cubanos que hemos resistido seis décadas de agresiones, sabemos que la soberanía no se negocia. Y como latinoamericanos, debemos decir claro: ¡Nunca Más una invasión yanqui en Nuestra América!
La verdadera guerra contra las drogas no se gana con misiles, sino con educación, salud y oportunidades. Pero eso requeriría que Estados Unidos mirara hacia dentro, y eso parece ser la única batalla que no está dispuesto a librar.
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