
Habitantes del polvo (II): La tierra que nunca fue prometida. Foto: Humberto Fuentes
“¿Para allí? ¿Para el abuso?”, soltó Roberto Molina, un señor que arregla relojes que encuentra en la basura; luego los vende y, en las noches, se arropa en los portales de la ciudad. Segundos antes, le preguntamos si quería que lo condujeran a un “Centro de Deambulantes”, como se le conoce popularmente. Por lo menos, así tendría su propia cama, aunque cuentan que la cama más grande resulta la de los vagabundos: toda la tierra. Arquea una ceja y nos cuenta: “muchos han regresado de allá y no hablan nada bueno. Déjenme a mí aquí”.
A esos que habitan en el polvo primero se les identifica mediante una investigación previa por parte de los grupos de prevención que deben existir en los Consejos Populares, y luego se les traslada a un local donde se encargarán de su atención. Sin embargo, por el surrealismo imperante en esta Isla, puedes terminar como Ciro, a quien una noche lo sorprendieron borracho a las afueras de una panadería en Versalles, Matanzas, y lo lanzaron en un ómnibus. Amaneció al mediodía siguiente en una antigua “escuela al campo” de Jagüey, con tremendo dolor de cabeza y sin saber por qué ni cómo había terminado ahí.
Otros, a diferencia de aquel que andaba de parranda, sí padecen de una depauperación extrema y no tienen dónde más refugiarse. En su caso, estos sitios funcionan como un eje para su cuidado. Dichas entidades, los Centros de Protección Social, constituyen, según el reciente Acuerdo 10056/2025, “una institución social para la atención integral a las personas con conducta deambulante que, por diversas causas económicas y sociales, se encuentran sin domicilio fijo, en estado de abandono o carecen de familiares en condiciones de prestarle ayuda, con una convivencia voluntaria a corto plazo de hasta 90 días”.
Los atiende metodológicamente el Gobierno Provincial, con asesoramiento de las direcciones de Trabajo y Seguridad Social y General de Salud, y se encargan de apoyar la rehabilitación y reinserción de las personas con conducta deambulante al medio familiar y social. Para ello, deben contar con personal especializado, como enfermeros o trabajadores sociales, imprescindibles en este complejo proceso.
En la provincia de Matanzas existen dos de estos Centros: uno en Cárdenas, y otro de carácter provincial en Jagüey Grande; cada uno con funcionamientos y logística diametralmente opuestos. Hace años se anunció la construcción de otro en la ciudad cabecera; sin embargo, hasta ahora, dicha promesa no ha ido más allá del anuncio.
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Rolando Ezequiel abre los brazos, repletos de estrías y manchas, pero ni siquiera en su máxima amplitud y con sus dedos estirados —donde relucen unos anillos de acero sucio con grandes piedras falsas, como el guapo de un policíaco cubano— logran abarcar el abandono de aquella vieja estructura de arquitectura soviética. “Un cementerio de hombres vivos”; así lo describe.

Hace referencia a uno de los tantos edificios —el AG-37, para ser exactos— desperdigados por las llanuras de Jagüey Grande, que se erigieron para apoyar el extinto plan citrícola. La mayoría de ellos, ahora abandonados, parecen —como explicara Ezequiel— cementerios; incluso, la lluvia y el olvido descascararon sus paredes y estas han tomado la tonalidad gris y lúgubre del granito de las tumbas.
Aún quedan vestigios de la época en que funcionó como hospital: una rampa en las escaleras de entrada; y como escuela: un sitial histórico al que arrancaron las fotografías de los mártires y un mural, imitación de La danza, de Matisse: único motivo que rompe la nulidad estética del lugar. “Ser tratado y tratar a los demás como seres humanos”, se lee en un concepto de Revolución escrito con caligrafía infantil en una de las paredes.



Por sus amplios pasillos pasean dos o tres almas en pena —¿de qué otra manera se puede llamar a la decena de “deambulantes” que lo habitan?—. Un hombre de labios caídos juega a cada rato con la etiqueta que sobresale del cuello de su pulóver al revés, y observa a los visitantes con los mismos ojos de los perros satos que han hecho del sitio guarida. Otro señor mayor, con gorra bolchevique, camisa de leñador y una hernia hinchada que le abulta el pantalón, aguarda por quien desee escucharlo para hablar de la época en que administró uno de los clubes más sonados de La Habana.
Las antiguas consultas y aulas han pasado a ser habitaciones. Una de estas, cercana a la entrada, la comparten Alexis y Lesme. El primero es un temba fornido, con una cicatriz en el rostro y tatuajes abakuás hechos a muleta en el brazo. A cualquiera dispuesto a escucharle le enseña una receta médica con la graduación de unos espejuelos que, según él, lo salvarán de una incipiente ceguera; pero, hasta ahora, sus ojos de mulato achinado siguen la voz de quienes le prometen que sí, que se resolverá, sin poder definir la silueta de sus milagreros.
El segundo, de piel blancuzca como lord inglés, calza zapatillas de modelos distintos y se acomoda un pulóver como turbante para que no se le queme el cráneo en lo que intenta agarrar un poco de sol a las afueras de su cubículo. A diferencia de su compañero, quedó ciego por completo; “un desprendimiento de retina”, explica y luego comenta que quizás allá, en La Habana, pudieran devolverle la luz del mundo, aunque su tono de voz da a entender que no guarda demasiadas ilusiones al respecto.

Pide, también, que lo acerquen a la ciudad de Matanzas, donde viven sus tres hijas, porque ahí, en Jagüey, les cuesta mucho visitarlo. En los dos años que lleva en el centro, solo lo han hecho una vez. Escuchar testimonios así conduce a reflexionar sobre cuánto se puede perjudicar a la familia para que condenen a uno de sus miembros al cuasi olvido: el exilio, la oscuridad.

Al fondo de la habitación que ambos comparten, cuelgan en una pequeña tendedera tres o cuatro piezas de ropa que, de tan trapos, no se distingue si son medias, chores o camisas. Encima de las camas, hay pomos de agua a medias y un par de trastos, nada más; ni un ventilador para espantar las nubes de jejenes en la noche, ni un televisor o radio para no aburrirse en esa soledad aplastante de la llanura del interior.
Al preguntarles cómo pueden sobrevivir así, con menos de lo mínimo, te responden que no todos los días resultan tan difíciles. El administrador del Centro logró conseguir por su cuenta un par de astillitas de jabón que tuvieron que picar a la mitad; así, cada uno de los residentes alcanzó un pedazo y han podido, al menos, bañarse.
¿Les asignan algún módulo de aseo? No. ¿Tienen servicio de enfermería? No. ¿Los visita algún trabajador social? No. ¿Asesoramiento legal de Fiscalía? No, no y no. Cada vez que responde, Elioel Peña Pérez, administrador del lugar, contiene una pequeña sonrisa, como si cada pregunta fuera un mal chiste. Dirige el lugar desde los tiempos del covid, cuando lo convirtieron en un sitio para contener a los “deambulantes”. Luego, cuando la pandemia pasó de largo, la antigua escuela pasó a ser un Centro de Protección Social en sí; sin embargo, en estos momentos, cuando uno nota sus condiciones de vida, eso de “protección social” parece la broma más triste del mundo.

“No se preocupan por nosotros”, resume este hombre fornido y de hablar amigable. Explica que solo la dirección municipal de Salud se ocupa de ellos, aunque no con la asiduidad requerida y siempre con la incomodidad de quien te hace un favor. Dicha institución paga los salarios de sus pocos empleados y facilita los alimentos, pero incluso esto último resulta complejo. Para el día siguiente a esta entrevista, aún no habían asegurado el plato fuerte.
En cuestiones de jurisdicción, el Centro se halla en tierra de nadie. Al ser un sustituto del que debería existir en la ciudad de Matanzas, supuestamente la intendencia del municipio cabecera se haría responsable. En la práctica, no sucede así. Por otro lado, como se ubica en Jagüey, le correspondería al Gobierno local. Tampoco ocurre. Allí trasladan a deambulantes de cada rincón de la provincia; entonces, competería su aseguramiento a las autoridades provinciales, por lo menos en su rol de coordinadores. Ni siquiera eso.
En el libro de incidencias de los custodios, entre ellos el propio Ezequiel, quedó reflejada el 28 de mayo de 2025 la única visita gubernamental que les han hecho: “Ninguno conversó ni interactuó con los pacientes”. Al administrador le prometieron una donación de mobiliario, aseo y alimentos; no obstante, hasta la fecha en que se visitó el Centro, el 1 de julio, aún no se sabía nada de la ayuda. A todas estas: ¿por qué considerarlo donativo o ayuda si está entre tus funciones suministrárselo?

Una parte considerable de los deambulantes que son trasladados hacia allí se fugan en menos de 24 horas, debido a las pésimas condiciones. Aquellos que permanecen lo hacen porque no les queda de otra. Dado que aún no se decide quién debería velar por ellos, padecen el mismo desamparo de los muertos sepultados en tierra común, cuyas lápidas no poseen nombre alguno, solo un “En Paz Descanse”: nadie responde por ellos.
Rubén García Almeida, el cocinero, relata que, en los nueve meses que ha laborado allí, una sola vez un camión de Acopio se dignó a aparecer con algunos vegetales y viandas, como refuerzo para las exiguas provisiones que consiguen en Salud. Para poder condimentar la comida y que no se quede con el regusto a carbón o leña del fogón que tuvo que improvisar —ni eso había—, cultiva un pequeño huerto a las afueras del edificio.

Los Centros de Protección Social constituyen un lugar de tránsito. Dentro del plazo de 90 días establecido, los internos deberían ser clasificados y remitidos a otros destinos. Sin embargo, la mayoría de los inquilinos del de Jagüey acumulan ya más de un año y otros permanecen desde la pandemia. Elioel refiere que a algunos casos no les han encontrado una salida viable, pero en otros ha existido falta de organización y apremio. Por ejemplo, uno de ellos requiere traslado hacia La Habana: un personaje que ha armado bronca y les ha robado a sus compañeros lo poco que tienen para robarles.
El cocinero culpa por su mala suerte a que el centro se ubica en el AG-37 (cuadrante 37 del poblado de Agramonte, según la división territorial efectuada para el cítrico) y ese número en la charada significa brujería. De cierta forma, cree que les ronda una maldición. Solo así se explica la intangibilidad y poca persistencia en la memoria del lugar. Demasiados funcionarios los ignoran, y los pocos que llegan hasta allí prometen y prometen, pero al final no ocurre nada.
Rolando Ezequiel se lleva las manos al rostro. Dos anillos se superponen en el mismo sitio donde deben estar los ojos: “No se puede confiar en lo que se ve”. Luego se lleva los dedos a los oídos: “No se puede confiar en lo que se oye”. Por último, señala las vigas que sostienen el techo del edificio o, más alto aún, a un vacío cielo de verano. “Todo es ilusionismo”, concluye.
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Por la puerta del fondo de la amplia área de descanso penetran el sol del mediodía y la brisa marina. Si aguzas los oídos, escucharás las olas que rompen en el maleconcito del litoral cardenense. Sobre un sofá, yace un señor pálido de facciones alargadas, con una de sus piernas extendida y el pie inflamado. Junto a él, algunas pertenencias, entre ellas una jaba con cinco o seis pomos plásticos. “Para buscar agua de aquí a un rato”, explica. Recostadas a la pared, a sus espaldas, descansan un par de muletas, reguladas al máximo debido a su estatura.

“Yo soy tunero, pero vivía alquilado aquí en Cárdenas, trabajando de albañil. Tuve un accidente el 23 de agosto de 2024, quedé impedido y no pude seguir pagando el alquiler. Deambulé hasta que me recogieron, el 10 de febrero de este año. Desde entonces, estoy aquí, en el Centro, esperando a que me operen. Cuando eso suceda, ya me buscaré la vida de alguna forma. Para Las Tunas no viro”.
Un mulato canoso escucha la conversación desde un butacón cercano. Su pulóver, arremangado por encima de las costillas, deja entrever un abdomen escuálido con esternón prominente como quilla de barco. No hay que pincharlo demasiado para que hable. Cuenta que durmió 32 noches en un parque, hasta que lo recogieron y trasladaron para el Centro.
“Mi hijo murió ahogado en una salida ilegal y por culpa de eso mi mujer y yo nos separamos. La casa era de ella, así que tuve que irme”.

A pesar de tener 73 años, este señor nunca se jubiló, por lo que el trámite para trasladarlo a un Hogar de Ancianos se tornó engorroso; no obstante, ya está en proceso. “Aquí la atención ha sido especial”, enfatiza.
Una figura pequeña hace entrada. Al principio solo es una sombra, provocada por el contraluz de la puerta del fondo, pero pronto le nacen rasgos bien definidos: ojos infantiles, cejas semialzadas y una cara de cumpleaños que resta seriedad a todo lo que dice. Está en el Centro desde su fundación, hace tres años. Al preguntarle por su familia, responde “es como si no tuviera”, y sonríe. El trabajador social nos explica que todos sus familiares son pacientes psiquiátricos, como él. Por el día deambula: solo va allí a almorzar, comer y dormir. “Esta es mi casa”, vuelve a sonreír.

Al entrar a los dormitorios, en el segundo piso, sobrepasamos a un señor que ronca encima de un colchón a medio tender. Parece, más que un hombre, un bulto de hombre. “Está borracho; ni lo miren, porque se pone agresivo”, advierte el personal. No pueden hacer mucho al respecto: lo consume fuera de sus instalaciones. Sobre otra de las camas, un anciano espigado con la cabeza apoyada en el brazo se pierde en la cal del techo:
—¿Cómo se siente, abuelo? —el trabajador social interrumpe sus cavilaciones.
—¡Súper bien… y Patria o Muerte! —exclama desde la tribuna de su camastro—. Al que no le guste, ¡tumbandooo!
Cuenta entonces que se metió a destilador cuando llegó a Cárdenas, 30 años atrás. Es originario de Holguín; allí se divorció de la madre de sus hijos y vino a vivir para acá con su padre y su hermanastro. Con el tiempo, el primero falleció y el segundo sucumbió ante el alcoholismo, así que una sobrina se hizo cargo de él… hasta que dejó de hacerlo.

—Yo me jubilé con 44 años de trabajo —rememora—. Y sí, me encanta beber… ¡refresco! —concluye.
Lo primero que llama la atención de aquel muchacho que se nos acerca no es su pulóver con un tigre blanco al acecho ni su mirada profunda, como si hubiera presenciado 15 000 vidas en una; sino un brazo con dos palabras tatuadas. “El Máquina”, se alcanza a leer, con letras torcidas y difusas. Tiene 39 años y habla de forma pausada, respetuosa.


“Llevo aquí dos años, porque mi casa está en peligro de derrumbe y no se ha podido reparar por un tema de papeles”.
El Máquina perteneció a la preselección nacional de pelota vasca, pero la vida y sus altibajos lo alejaron del deporte. Padece problemas psiquiátricos, compensados la mayor parte del tiempo. Según el personal del Centro, es el mejor paciente que tienen.
Un joven permanece sentado en el fondo del dormitorio, renuente a acercarse. Luego de insistirle un poco, logramos sacarle algunas palabras. “El cuartico donde yo vivía se derrumbó y terminé en la calle”, susurra. El trabajador social nos ayuda a caracterizarlo: huérfano, tiene trastornos psiquiátricos y ayuda en la limpieza de las instalaciones.

El local se halla bastante organizado, a pesar de las tendencias acumuladoras de sus internos: cada cual tiene bien delimitado su espacio y sus pertenencias. Hay servicio de enfermería, limpieza, custodios, barbería, área de juegos y, a cada rato, actividades recreativas organizadas por las direcciones municipales de Cultura y el Inder. En la jornada, se sirven un total de seis comidas. Algunos pacientes, insertados laboralmente, salen a trabajar por el día; otros deambulan, pero siempre regresan a comer y dormir.
El Centro de Protección Social de Cárdenas fue fundado el 13 de agosto de 2022, a raíz de la necesidad del municipio de aislar a sus personas con conducta deambulante durante la pandemia de covid-19. Anteriormente, utilizaban el Campamento de Pioneros Exploradores de Lagunillas, una comunidad rural; pero la reapertura del curso escolar motivó la búsqueda de un nuevo inmueble, exclusivo para tales fines.
Según la Dra. Yeniset Chávez Rodríguez, viceintendente de Cárdenas y otrora directora municipal de Salud, el proceso para designar el espacio donde moraría el Centro no fue complejo: “Existía el presupuesto, y se ejecutó cuando más lo necesitábamos. Su construcción costó unos seis millones de pesos, obtenidos a partir de la contribución territorial del 1 % para el desarrollo del municipio.
“Los grupos de prevención social de los consejos populares cardenenses se reúnen todos los lunes y realizan un balance de su situación con respecto a la atención a personas con conducta deambulante. En este participan las autoridades pertinentes (Dirección Municipal de Trabajo y Seguridad Social, Consejo de Administración Municipal, Salud y Ministerio del Interior), siempre con el debido asesoramiento de Fiscalía municipal, gracias al cual se han resuelto numerosos casos, algunos de ellos en extremo complicados”, aseveró la funcionaria. Ojalá ocurra así; representaría un valioso ejemplo a seguir.
El Centro de Protección Social de Cárdenas cumple con su “deber ser”: un lugar de tránsito donde atender y clasificar a los pacientes, mientras se buscan soluciones viables para sus situaciones personales. Cuando esto no sucede, y el individuo permanece allí más de los 90 días establecidos, existe una razón bien definida: este es demasiado joven para ingresar a un Hogar de Ancianos y su condición psiquiátrica o física lo vuelve no apto para el trabajo; por ejemplo, El Máquina.
Matanzas carece ahora mismo de una institución psiquiátrica de estadía permanente. De existir, los Centros de la provincia dejarían de cumplir con esta función que no les toca, pero, en el caso de Cárdenas, se asume con humanidad.
En la rendición de cuentas del intendente de Matanzas sobre la implementación en su municipio del Acuerdo 10056/2025, la coordinadora de Programas y Objetivos del Gobierno provincial que atiende Prevención Social, Lourdes Sarmiento Díaz, se refirió a Cárdenas y su Centro de Protección Social como “la tierra prometida”; epíteto que calza como anillo al dedo a un territorio cuyas características socioeconómicas lo vuelven idóneo para la proliferación de personas con conducta deambulante; mas, por lo visto, el rápido accionar y la calidad de atención en su Centro mantienen controlado el escenario.

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Resulta evidente la insostenibilidad del Centro de Protección Social de Jagüey Grande; no solo por la desidia a la que ha sido relegado por las autoridades, sino por un factor objetivo ineludible: ¿en qué cabeza cabe que los funcionarios que deben atenderlo directamente según la norma aprobada —el Gobierno provincial y el Consejo de Administración Municipal de Matanzas— se encuentren a 80 kilómetros de este, con la crítica situación del combustible?
¿La solución? Una y solo una: debe existir un Centro en el municipio cabecera. La idea no es nueva. En el reportaje El reino de la intemperie, publicado en este mismo medio, en febrero de 2022, la subdirectora de Prevención, Asistencia y Trabajo Social de la Dirección Provincial de Trabajo, Belkis Rubiera García, aseguraba que ya se había identificado un recinto para habilitarlo con este fin, cuya reparación se encontraba en el plan de la economía de ese año.
Sarmiento Díaz, la coordinadora del Gobierno provincial, declaró que en 2023 y 2024 también existió financiamiento para la obra, pero que, al final, nunca se llevó a cabo. La iniciativa quedó relegada al olvido, al punto de que en 2025 ni siquiera se contempló en el presupuesto anual, cuando en períodos anteriores sí se hizo. “Todo es ilusionismo”, comentaría Rolando Ezequiel.
La publicación del Acuerdo 10056/2025 volvió a sacar a colación el tema y, entonces, a correr: ¿cómo construir el Centro si ni siquiera tiene presupuesto destinado?
En lo que se decide a qué obra restarle financiamiento para redirigirlo hacia la edificación de tan necesario espacio, el intendente de Matanzas, José Anselmo Díaz Muñiz, comunicó dos propuestas de locales —cual de las dos más compleja de llevar a término—: en uno viven 18 familias de forma ilegal, y el otro pertenece a las Fuerzas Armadas Revolucionarias, quienes se lo entregaron en comodato (préstamo de uso) a una empresa agroindustrial. Este último, ubicado en la carretera hacia las Cuevas de Bellamar, representa la mejor opción por razones obvias, aunque su traspaso hacia el Gobierno resulta, asimismo, un enredo burocrático.
Hasta marzo de este año, en la provincia, solo en Asistencia Social, existían 20 140 826 pesos inejecutados. Las cifras totales ascendían a más de 179 millones. ¿Recuerdan que el Centro de Protección Social de Cárdenas costó aproximadamente seis millones de pesos? Las cuentas, simplemente, no dan.
Solo la atención diaria y comprometida a un fenómeno tan complejo como las personas con conducta deambulante logrará atenuar su triste situación. Para ello, la construcción de un Centro en la ciudad de Matanzas se torna imprescindible. Mientras tanto, el Centro de Protección Social de Jagüey Grande continuará siendo lo que es hoy: un “cementerio de hombres vivos”; la tierra que nunca fue prometida. (Por: Humberto Fuentes Rodríguez y Guillermo Carmona Rodríguez)
Soy de Ciego y a mi casa siempre venía un de ambulante y a veces le daba comida y dinero. El murió cuando la COVD. En la calle dormía y se bañaba en la turbina y no quería estar en los centros porque había un logístico que los maltrataba, les daban golpes y él se fugaba siempre. Era muy triste lo que contaba, no tomaba pero si fumaba mucho y tomaba café, trabajaba en jardines cortando hierbas, chapeando
Gracias a muchos periódicos y periodistas de las agencias cubanas que están enfocando los problemas de frente el periodismo un arma fundamental para la transformación y para relevar casos como estos que no se ven con la ventanilla para arriba. Un abrazo
Gracias por tanta verdad, sin adornos, la realidad en la que ya todos debemos tener conciencia de su existencia. No es nueva, solo volteabamos el rostro.
Excelente trabajo periodistico, ejemplo de lo que puede hacer nuestra prensa
Excelente trabajo periodístico. Sería bueno que se tomara en consideración
Que lástima que haya tanto descuido en estos sitios..El trabajo periodístico es muy bueno ..un reportaje excelente, solo me hubiese gustado , aunque esto puede ser otro trabajo, conocer quiénes fueron estas personas en su etapa juvenil y laboral..Estoy seguro que muchos de ellos fueron protagonistas de gestas importante s’en la construction del proyecto Social que hoy vivimos ..Tantas Mypimes y tantos ricos nacen mientras una parte permanece marginada ..Es triste ..