Con los pobres de la Tierra

los pobres de la Tierra quiero yo mi suerte echar...”, escribió otro sabio. Ojalá uno tuviese a menudo más suerte que echar a los pobres.
Con los pobres de la Tierra. Foto: Raúl Navarro González

Dijo un sabio que la vida es lucha, y que el hombre debe luchar siempre para vivir. Lo que pasa es que uno puede cansarse de luchar, y de lo otro también. Mientras, extender un cuenco a expensas de la caridad ajena se convierte a veces en el estado intermedio entre la lucha y el abandono.

Si le digo que solamente hoy, el día en que escribo estas líneas, me topé en las calles yumurinas con tres personas que pedían dinero, usted fácilmente podría rebatirme con una cifra mayor en su caso, o reprocharme que tuve un día más bien corto, donde no recorrí suficientes partes de la ciudad como para advertir mejor la magnitud y extensión del fenómeno.

Fenómeno que, dada su normalidad, no merece calificarse como tal. No es fenomenal lo habitual, como no se puede tildar de extraordinario lo ordinario. La mendicidad, los deambulantes, los “miserables victorhuguescos”, permanecen como parte del paisaje urbano en cualquier esquina, en cualquier tramo de malecón, a la sombra de cualquier lugar, por mucho que se trabaje y que las leyes anuncien posturas a implementar de no tolerancia al respecto.

Cada vez que nuestros pasos se cruzan, apresurados los míos casi siempre y lentos los suyos —lo mismo porque les merme la salud que porque les pese en todo su ser esa carga llamada vergüenza—, lo primero que me pregunto, así como por asalto, es cómo serles de ayuda. Lo segundo es si realmente tendrá efecto mi idea de ayuda. Lo tercero es desear que alguien acuda después para ayudarles mejor.

Extender la mano con el billete o no, echarlo en el recipiente o no, estar ayudando realmente con eso o no… Hay tanta diferencia entre brindar o no unos cuantos pesos que solo la hora de dormir dirá, en su repaso de conciencia, si hemos obrado bien. Quizás algunos nos atormentamos demasiado, por decirlo de algún modo, con lo que para otros se resume en quitarse unos billetes para dárselos a alguien más, o no darlos porque al final “lo quieren para pagarse sus mismos vicios de siempre”; pero ¿no será algo más lo que nos atormenta?

¿No será la duda de qué pasará con cualquiera de los muchos que nos cruzamos en una sola mañana? O, a un nivel más complejo, ¿qué ha pasado para que aquél termine ahí, con su cajita entre las piernas al borde de la cuneta, agitando una maraca, mientras agradece robóticamente a todo el que contribuye a su causa económica? ¿Cuántas causas no puede haber tras un presente de indigencia, de lo intrafamiliar a lo socioeconómico? ¿Cuántas consecuencias no se ciernen sobre el que la practica, cuerdo o insano, penoso o desenvuelto, más o menos necesitado?

Ignoro si mi ciudad, como toda ciudad, alberga alguna especie de Corte de los Milagros (de nuevo Victor Hugo con sus referencias), esa zona picaresca donde los ciegos de pronto ven y los tullidos se sacan de la ropa las extremidades ocultas, prestos a embaucar a ciudadanos generosos al día siguiente con sus falsas penurias. De veras lo ignoro, pues mientras vea en primer plano la simple penuria de pedir, mientras lea algo de verdad en los ojos de quien la padece, sé que estaré ante alguien con serios problemas.

Mueva la mano hacia el bolsillo o no, le resuelva o no mi aporte un efímero cigarro, un poquito más de ron o un utópico ahorro, lo invariable es que en ese momento estoy frente a todo un sector representado en un ejemplo casual. A lo largo de una misma calle, me saldrán otros al paso, o llamarán la atención desde su puesto en la acera. Es algo que no puedo cambiar, “¡pero tiene que cambiar!”, me digo con razonamiento ingenuo. Como si en el mapamundi abundasen las sociedades libres de mendigos, tristemente.

No obstante, sociedad que dependa de los viandantes para paliar el hambre, las carencias, la incertidumbre diaria del que sale a pedir con el cuenco en su regazo —si tiene un cuenco aparte del hueco de sus manos juntas—, no es a mi juicio una sociedad completa si a eso aspira. Generar una conciencia de atención y beneficio para quien desesperadamente lo requiere es, o ha de ser, una prioridad digna de percibir, de reproducir.

“Con los pobres de la Tierra quiero yo mi suerte echar…”, escribió otro sabio. Ojalá uno tuviese a menudo más suerte que echar a los pobres.


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