
En el valle del Yumurí, cuando la ciudad ya duerme y el monte murmura, hay un hombre que todavía lanza su atarraya al agua. Lo hace como si tejiera un destino invisible entre sus manos. A Tony Santana Rodríguez lo conocen como Tony «La Tuerca», y con el tiempo, ese apodo ha adquirido el peso de un título nobiliario en el río. Con 58 años, ha vivido en la escalinata, cerca del Parque Watkin, sin embargo, su verdadero hogar parece ser ese puente donde siempre lleva la tarraya en la mano y mantiene los ojos fijos en las aguas.

“El camarón entra del mar, compay. Sube a desovar aquí arriba, en el Yumurí, allá atrás, en el fondo”, dice mientras muestra con los dedos manchados de tierra la dirección exacta de la corriente, como quien comparte un secreto antiguo, de esos que no están en los libros, sino en la experiencia viva. Tony no aprendió de manuales, sino de noches largas y mosquitos.
Recuerda cuando el puente era de madera. “Le dieron candela”, suelta sin más, como si quemar un puente fuera lo más natural. “Este puente lo han hecho como siete veces ya”, dice con resignación, como si contara las vidas de un viejo amigo que se ha caído mil veces, pero siempre vuelve.

El arte del engobe lo explica con la calma del que domina su oficio: se hierve, escacha el pescado y se mezcla con tierra de cangrejo —esa que tiene vidrio y hay que limpiar— y se amasa hasta formar una pelotita compacta, ni dura ni blanda. “La tiras al agua y esperas. Quince, veinte minutos. Y ahí están los camarones comiendo” dice, sin mirar, como si pudiera verlos de memoria.

Antes, asegura, se cogían 30 o 40 libras de camarones en una noche. “En cada tiro cogías 20 o 30 camarones. Pero eso fue hace como cuatro años. Ahora hay menos. Mucho asedio”.
No habla con rabia, sino con esa tristeza del que sabe que las cosas cambian. El río ya no es tan generoso. A veces hay que buscar más lejos o volver con las manos vacías.



Cuando le pregunto qué significa el Yumurí para él, no duda:
«Cuando me muera, que me tiren aquí. No quiero meterme en la bóveda. Aunque tengo bóveda, no me quiero meter. Mis hijos lo saben… que me coman los camarones».


Le pregunto si alguna vez pensó en cambiar su vida o coger otro rumbo. “Tengo familia en Canadá, en los Estados Unidos… en todos lados”, responde.
Luego se queda en silencio por un segundo, como quien escarba en lo profundo. “Yo nací aquí y me muero aquí”, dice con firmeza.

Le insisto si hay algo que quisiera tener, algo que anhele. “Nada”, me responde sin titubeos, con una sonrisa corta pero genuina. “Yo soy feliz con lo que tengo. Esto —y señala el río, la tarralla, su rincón en el puente— es mi vida”.
Para Tony la pesca no es solo un sustento; sino una forma de resistencia, un pacto silencioso con el Yumurí. Mientras el agua siga corriendo, él estará ahí, con su tarraya y su tierra de cangrejo.