
“Dios le da barba a quien no tiene quijada”, me repetía a ratos una amiga que no podía quedar encinta pese a múltiples intentos, cuando, delante de ella, alguien decía haber abortado o no desear hijos. Su punto de vista estaba cruzado por el dolor personal, superado al fin cuando pudo hacer realidad su sueño. Y siempre me pregunté qué parte de esa disyuntiva entre Dios y “las barbas” sería yo, llegado el momento de pensarlo con adultez.
Hace poco, después de mucho tiempo, volví a tener un bebé en mis brazos. Qué presión: “aguántale la espaldita, que si se cae hacia atrás”, el cabezazo en mi barbilla, los arrullos para que se duerma, la paciencia que hay que tener… además del valor. Qué valientes me parecen los que se atreven a ser padres, sobre todo cuando he jugado a serlo, en esos escasos ratos donde alguien me confía el cuidado de su retoño.
Cuando me sucede algo así, cuando sostengo una responsabilidad tan grande que me tensa a la vez que me hace reír de ternura, la conclusión que saco es que no estoy preparado. Aunque se acerquen los 30 y, como se dice, me esté quedando atrás, con respecto a amigos de mi edad, aún no estoy preparado; si bien la idea de ser padre forma parte de mis horizontes lejanos, como diría un aventurero contemplando su incierto destino.
No obstante, ¿qué pasaría en el caso contrario? Me encanta situarme en los casos contrarios de casi todo, entender a los del otro lado, pues percibo que así mi visión del asunto se expande un poco: ¿y si no quisiera asumir eso que para tantos otros es parte lógica de la existencia, a la altura de cualquier deber; y qué pasaría si lo admitiera francamente en cualquier conversación relacionada?
Antes de seguir suponiendo, la respuesta es clara: sería juzgado, en su mayoría para mal, o visto con lástima, y comprendido por muy pocos. Aún pesan muchos prejuicios en este tópico, sobre la base de que no tener hijos es egoísta, porque hay una familia que extender, o una humanidad que expandir, o un orden universal que obedecer, entre otras visiones negativas sobre esta decisión.
Para quienes la toman, existen varios términos documentados que remiten a lo mismo: Persona Libre De Hijos, Sin Hijos Por Elección o No Procreación; y no aconsejo leerlos como si transmitiesen pura apología sin fundamento. Las causas van desde preocupaciones económicas o de salud (temor al parto, a una enfermedad que pueda heredar el vástago, etc.) hasta medioambientales o geopolíticas (“¿Cómo traer una criatura inocente a un mundo en decadencia?”). Sin embargo, también están las sencillas convicciones de un individuo o una pareja que no admiten, así de simple, recibir a una persona desde cero entre sus planes; tal vez prefieran centrarse en su carrera profesional, o posponer la paternidad hasta la etapa que consideren indicada.
Se trata de una decisión, desde mi punto de vista, tan respetable y delicada como la de sí tenerlos. Una decisión que, bien tomada, como deben ser todas las decisiones, requiere tiempo, meditación y conciencia de quienes la afrontan. Una decisión que no me parece una escapatoria ni una salida fácil ante determinadas exigencias que la vida ¿o la sociedad? imponen.
Si ya es de por sí frecuente que te pregunten cuántos años más esperas para “asumir la tarea” y, hasta con la mejor intención del mundo, te aconsejan, al punto de cuestionarte, no demorar mucho más tu momento para la fertilidad —situación que viven en su generalidad las féminas y que ha sido analizada en estas mismas páginas—, lo de anunciar o siquiera comentar que te excluyes radicalmente de esa expectativa debe hacerse mucho más complejo.
Sobre todo porque no siempre esta decisión es inmediata ni irrumpe sin más: en muchas personas se va extendiendo de forma natural en el tiempo, al punto de que en un día de madurez, cuando miran alrededor, se contemplan realizadas. ¿Y sin hijos por elección pueden sentirse realizadas? Contrario a la opinión de muchos, considero que sí, que es posible. Que la felicidad va más allá de una imagen preconcebida y que, por lo general, te sorprende cuando va conformando su propia forma.
Entiendo perfectamente que un hijo sea la mayor dicha para quien lo tiene, y de veras creo que debe de ser así para que buena parte de la humanidad lo afirme al vivirlo. A la vez, entiendo que la máxima expresión de dicha para otros no sea esa. O quizá no haya llegado todavía el momento de descubrir esa otra forma de ser dichosos.