Trayectoria de una Isla según sus condones. Fotos: Tomadas de Internet
Cuando niño uno aún no conoce a la bestia del sexo, esa que te jala en las noches, que te produce fiebres e hinchazones, que provoca que te babees sin querer, al igual que un perro feliz. Por ello, el mundo parecía más limpio, como si fuera un colchón sin manchas. Saltabas en las camas para saber qué tan alto podías llegar, y creías que un beso de piquito, sin lengua, era capaz de engendrar un niño; y que el rabo solo era la extremidad que colgaba al final de la espina dorsal de los mamíferos; y el hilo dental, el objeto con que te quitas los pedazos de comida que se mantuvieron en los intersticios dentales.
En ese entonces, los condones eran otro tipo de globos de cumpleaños, lo que transparentes. Los inflabas y jugabas con el resto de los niños a pasárselos, como pelota de volleyball, y perdía a quien se les reventaran. ¿Quién me diría después que cuando se rompiera en el futuro sería todo menos un juego? En el barrio agarrábamos varios preservativos y con ellos envolvíamos una piedra o un pomito de Polivit, con capas y capas hasta convertirlo en una pelota para un campeonato de taquito.
Cuando uno transita a la adolescencia la bestia se asoma por el cúbil, entre nuestras piernas. Sus ojos rojos y brillantes, iguales que las fotografías mal enfocadas de las antiguas cámaras digitales, son tus ojos y sus deseos carnívoros, que te llenan el sueño de humedades, tu deseo. Ahí ya conoces mejor para qué se utilizan los condones.
Quizá tus padres te dieron esa charla para explicarte que, como todo lo que ofrece placer, en su reverso guarda el horror. Un trancazo podría esperarte siempre al doblar la esquina si venías distraído, con los audífonos puestos y cantando el último éxito del Clan 537 o una balada de punk universitario de Avril Lavigne.
Tal vez te dijeron que Al Capone murió de sífilis y Freddy Mercury de la enfermedad de las palomas; o te contaron de la vecina que con 14 años la barriga parecía una bomba a punto de concluir su conteo regresivo, y tan grande sería la explosión que le troncharía la vida. Nada se mantendría impune. Tal vez tus padres no te explicaron nada sobre su uso, por recato o vergüenza, y lo aprendiste de un spot televisivo, una serie juvenil como Hermanos Rebeldes, o de ese inconsciente colectivo que llamamos «la calle».
Recuerdo la primera vez que los compré, con 15 años. Llegué a la farmacia, con cada uña de las manos cercenada a dentelladas y más tembleque que piel. Después de una pequeña cola, con voz muy baja, para que nadie me oyera a parte de la dependiente, pregunté si me podía dar una caja. «Niño, habla más alto que no te oigo», me pidió la señora detrás del mostrador. Ábrete piso debajo de mí. Zeus fulmíname con un relámpago. El nervio me sobrepasó y se me fue un pequeño grito: «¡dame una caja de preservativos ahí!». Escuché cómo a las personas que me seguían en la cola se les escapaban sonrisas ligeras y cuchicheaban entre ellas.
Nunca llegué a utilizar esa caja, me cancelaron la cita a último momento, y se quedó escondida en una gaveta hasta que los trastos se acumularon encima de ella y se me olvidó su presencia. En ese momento no importaba, costaban bien poco, un peso la caja. Es decir 0.333… centavos la unidad, un tin más que el precio de montar en un ómnibus o que los polvorones con exceso de bicarbonato que vendían de merienda en la secundaria.
Los podías encontrar en casi cualquier establecimiento: jugueras, tiendas de productos industriales, centros gastronómicos de tercera categoría que ofertaban croqueta al plato, refresco vitaminado y preservativos, no sabemos si también vitaminados o al plato.
Incluso, memorizabas los nombres de las pocas marcas y sabías cuáles resultaban los peores y los mejores: los Twin Lotus quedaban incómodos, los Momento tenían poco lubricante, así que el mejorcito eran los Vigor.
Por supuesto, hablamos de la oferta para el proletariado. Siempre podías ir hasta una farmacia internacional y en dólares o CUC, la moneda dura en boga, obtener unos que te hacían pensar que tenías sexo en un loft en Manhattan o en una pequeña cabaña para esquiar en Suiza. Hasta podías elegir un sabor: fresa, mango, mandarina. También quedaba la opción de colarte en alguna de las campañas contra las ITS, porque los que regalaban allí resultaban de muy buena calidad.
Mis socios y yo temíamos a morir que se nos venciera un condón en la cartera. Cuando le preguntabas a alguien a la hora de pagar cuánto tiempo llevaba ese estuche allí y te respondía en meses o años, te persignabas, para que no te sucediera lo mismo. Ese instante dolía, por una cuestión de orgullo de macho, de que no quedara más remedio que alimentar a la bestia tú mismo y con miedo a que te mordiera una mano en el proceso.
Ahora se suma un tema de economía. Las cajas de un peso han subido a 60 o 90, lo mismo que un aguacate, lo mismo que un pasaje de cinco cuadras en máquina, lo mismo que la entrada a una función de ballet. Tampoco nos tropezamos con ellos en cualquier lugar, como antes. Como casi todo en la Isla, puedes comprarlo en una mipyme o en los negocios improvisados que montan en las salas de las casas, donde muestran sus ofertas encima de un banquito de madera o detrás de ventanales coloniales enrejados; en cada cuadra cinco timbiriches.
Hoy las relaciones sexuales sufren una seria crisis de sobreinflación. Así que el que especule de sus habilidades amatorias mejor que lo demuestre en el acto, porque el amor no anda muy barato ni muy seguro después del Reordenamiento.