Los del fondo, los que tocan fondo, los que no se detienen hasta llegar al fondo de la botella y, aun así, no alcanzan el fondo de la cuestión, los que fondean en aguas bajas y se quedan ahí, detenidos, en Matanzas huyen hacia el mismo sitio: bajo el puente de Tirry.
En ese tramo de la calle Nárvaez, donde el sol al filtrarse por las rejillas del puente motea todo y te entrega la luz en rombos, se reúnen los extraviados, los perdidos, los que no quieren regresar a casa, los punkies, los fugados de los Pres, los raperos, los k-popers que practican sus coreografías, los skaters, los enamorados de media tarde, los otakus.
Tal vez vayamos hacia allá, en peregrinación, para creernos como reza el dicho, como te rezo yo, que todo es agua bajo el puente. Necesitamos saber que igual que el río, aunque no queramos, todo fluye y por tanto, incluso, las penas más jodidas, más pesadas, con el tiempo se vuelven leves. Solo requiere eso: dejarnos llevar por la corriente, como los gupis, como los renacuajos, como los camarones, como las botellas de ron que arrojan a la corriente sin ningún mensaje en su interior.
Si el San Juan (no sé cómo puede ser santo con tanto pecado que se ha cometido en sus orillas) lo tenemos de frente, entonces encima se encuentra el Tirry. Si en el río hallamos la paz de saber que nada está en verdadera paz, sino que cambia constantemente, la mole de hierro roñosa encima nos recuerda el poder del hombre, que puede ser aplastado en cualquier momento.
Cada vez que un automóvil lo atraviesa, él gime. Suena como una sonrisa de cadenas que rechinan, un lamento oxidado o el llanto de los Golems. Uno, aunque sepa que no es así, no puede dejar de pensar que un día sus goznes cederán y se nos vendrá arriba. Es una idea que puede flotar tan atrás en tu mente que si te preguntan asegurarás que no está, pero sí.
Te recuerda tu propia mortalidad, ese apuro que todos poseemos por vivir antes que cuando te toquen a la puerta no sea el de los mosquitos, ni los testigos de Jehová, ni tu padrino, sino la flaca. Estos dos elementos, el río y el puente encima, crean un concepto interesante, una especie de «carpe diem, momento mori»: aprovecha el día, recuerda que morirás.
Por tal motivo vamos hacia allá. No miraremos hacia arriba porque puede venir una señora en saya y no somos mirones, contemplativos sí, pero nunca rescabuchadores; pero sí le contaré mis problemas al río para que este se los lleve, bien lejos, al mar donde están los barcos petroleros que no acaban de arribar para que la bombilla de mi casa se encienda.
Cuando la ciudad repose como una gata gorda, y no haya más sitio que visitar, nos ocultaremos allí. Practicaremos los ollies en la patineta que quizá nos haga besar el cemento. Me contarás ese dolor que tienes clavado en la costilla y que nunca florecerá como una rosa de sangre. Quizá ni hablemos, solo miremos los pequeños peces que quieren comerse los pedazos de chatarra que han lanzado al San Juan, y nos demos un buche detrás de otro, en silencio, ahogándose, ahogándonos, en el fondo del río.
FELICIDADES GUILLERMO POR TAN REFLEXIVO Y EXCELENTE TRABAJO
UN SALUDO