En mi casa mando yo. Foto: Tomada de Internet
Vivian tiene el sofá frente a la puerta, le parece el sitio perfecto para el descanso cuando llega del trabajo, con el peso de los días y de la vida, que cada vez anda más encarecida.
A la izquierda, un estante renovado se alza a la vista. En sus adentros no cabe un libro más, pareciera que son militares, perfectamente erguidos y sin posibilidad de reposo. Para ella los libros son “joyas invaluables”, para ella, que le cuesta desprenderse de su olor; para otros, solo una mezcla de polvo con esporas que, en la era digital, ya no requieren preservación.
De vez en cuando alguien se le acerca a Vivian y objeta sobre la posición de los muebles, sobre el “poco conveniente” color de las cortinas o sobre aquel librero que “achica los espacios” y ya “cumplió su función”. Alguien que, más allá del mero consejo, intenta imponer sus normas y sus gustos, pasando por encima de una realidad inscrita en el refranero popular: “En mi casa, mando yo”. Y en la de Vivian: ella.
Se ha vuelto tendencia en diferentes entornos la toma de facultades de algunos para juzgar o intentar alterar la paz de otros. Camuflajeados de bien intencionados, los consejos transmutan su tono sereno y sutil cuando no son asumidos, y entonces la armonía en el mensaje se rompe.
Y puede ser que sí, que las propuestas sean realmente buenas, y los cambios necesarios; pero a quien le toca decidir es al que habita la morada y convive con las cortinas y los libreros.
Lo interesante del fenómeno es que no se limita a los microentornos. Sin embargo, cualquiera sean sus dimensiones, los principios siguen siendo los mismos, aplicables y válidos: el vecino no puede mandar en mi casa, sea la micro o sea la macro (mi Isla).
No está bien invadir la privacidad de nadie y nada lo respalda. El fin nunca va a justificar los medios, y muchísimo menos si trae implícito el caos inevitable.
La suerte y el destino de una casa-país no se pueden decidir puertas afuera, y menos si quienes intentan meter sus manos en el asunto no han sabido predicar con el ejemplo, ni poner orden en su terreno.
Cada casa-país tiene sus normas de convivencia, sus leyes y sus habitantes que, como Vivian, saben lo que quieren, cómo lo quieren y dónde lo quieren. Nadie puede sacar el librero ni tan solo transformarlo sin autorizaciones. Nadie puede desechar los libros que no son suyos, porque sobre ellos no tiene el más ínfimo derecho.
El respeto debe ser la base de las relaciones humanas. Lo más sano siempre será acatar las normas de la sana convivencia, de la cordialidad y la solidaridad entre vecinos. Y si tanto le molestan las cortinas de Vivian, para evitar incomodidades, no la visite.