El Cinematógrafo: El síndrome de Argento
“En 1817, el escritor francés Stendhal estaba en Florencia. Admiraba el trabajo artístico en la iglesia de la Santa Cruz… cuando fue abatido por una poderosa emoción. Eso le había pasado a otros antes, pero él fue el primero en escribir sobre el fenómeno en su diario. Lo que a ti te ocurrió en la Galería de los Uffizi es conocido como el síndrome de Stendhal”.
Doctor Cavanna, personaje secundario de El síndrome de Stendhal
Si repasamos una muestra de lo que ha existido entre el primer Nosferatu y la reciente Maxxxine (muero por verla), descubriremos que el terror posiblemente sea el género que mayores innovaciones estéticas y expresivas ha propiciado… aparte del western, claro. Con el pretexto de “pasar miedo” permite jugar con lo visual y lo sonoro y usar premisas inteligentes de tal manera que, cuando se hace con originalidad, da gusto y te aficiona.
Entre sus creadores ha habido muchos, cada vez menos, de los más audaces y capacitados que han cruzado nunca la frontera de un rodaje. De ellos, sobre todo en las últimas décadas, muy pocos se han atrevido a traspasar otra frontera: la del cine. Esa a la que pocos llegan. Como hizo Stanley Kubrick con 2001: Odisea del espacio… por cierto, dos mil veces más aterradora que la del hotel nevado con laberinto. O Jean-Luc Godard desde que empezó a encuadrar a Belmondo, o Ingmar Bergman en Persona. Como hizo, en el propio caso del terror, Dario Argento con El síndrome de Stendhal.
Me refiero a ella así, de forma literal, porque El arte de matar no me parece la traducción adecuada para un título tan bello y sonoramente exquisito en italiano: La sindrome di Stendhal. Lo escribo y lo pronuncio, en acto de hedonismo cinéfilo. Complace oír a los actores decirlo en su idioma, con una musicalidad que pide a gritos un fondo de Herrmann, aunque en su lugar contemos con el maestro Morricone muy inspirado.
Ojo, las composiciones de Ennio para el terror suelen gustarme mucho, desde la argentófila trilogía de El pájaro de las plumas de cristal, El gato de las nueve colas y Cuatro moscas sobre terciopelo gris hasta Exorcista II: El hereje, La cosa, Lobo, El fantasma de la Ópera… y esta, por supuesto. Una partitura sepulcral.
Estrenada en 1996, esta película continúa dividiendo a los apasionados del director italiano y es considerada su mejor trabajo de esa década.
Volviendo al film… Hace años que tengo un documental sobre los directores de la serie Masters of Horror que vuelvo a ver sin cansancio, en el cual John Carpenter dice cosas muy bellas de Dario Argento y su forma de hacer cine. Pero, de todas las declaraciones sobre el genio romano, es la de Tobe Hopper la más próxima a la idea de este artículo y a la película que lo motiva: “Es difícil que no te guste. Que no te gusten los colores, que no te absorba su atmósfera. Casi es como si fueras absorbido por una pintura”.
Ahí está. Con total sencillez, de director a director salen las palabras que mejor expresan lo que yo quisiera haber dicho de El síndrome de Stendhal. Tal vez no sea la mejor película de un autor con varias “mejores”, situadas a niveles parecidos de brutal y esotérica calidad, pero sí la más explícita en cuanto a lo pictórico, ese elemento que Argento incluye en su habitual alquimia.
A diferencia de su maestro Hitchcock, que es mejor cineasta sobre el psicoanálisis cuando no aborda en primer plano el psicoanálisis (Rebeca por encima de Recuerda, Psicosis antes que Marnie), y aunque puedo admitir que Argento ha sido un director-pintor más redondo en otras ocasiones (El pájaro de las plumas de cristal, Rojo profundo, Infierno, Ópera), el alumno ha sabido entregarse a fondo con el tema que le obsesiona. Creo que por eso salgo más obsesionado de una obra irregular como esta que de una más “perfecta” o “pulida”, que las tiene en buen puñado.
Siempre ha obtenido imágenes extraordinarias, dignas de figurar en exposiciones donde el cine se recibiese igual que otras artes, pero en esta ocasión consigue algo más. Un deslumbramiento distinto. Pintura en movimiento, pero no como Suspiria. Una secuencia de fine art antes de que el fine art se pusiera de moda, pero sin perseguir el preciosismo. Imagino lo que para un conocedor debe suponer ese arranque con Asia Argento recorriendo la Galería de los Uffizi, atrapada en esa selva de Caravaggios y Botticellis, de Tizianos y Leonardos, absolutamente estremecida… y también la decepción de cualquiera que espere un entretenimiento convencional, eso que el director se niega a darle.
La diferencia entre Suspiria y El síndrome de Stendhal es la que hay entre ver y sentir un cuadro. Ver y sentir, para nada lo mismo. Cine para los ojos y cine para los adentros. Por ende, El síndrome… es una muestra de la evolución artística de Dario. Antes le preocupaba sobre todo ganarnos visualmente (no por ello caigamos en el error de considerarlo alguien más “de la forma” que “del fondo”) y convertirnos en prisioneros oculares de su imaginería y su mundo; pero en 1996 se atreve a dejarnos la turbación en el cuerpo con una obra “rara”, de las que te dejan pensando días, semanas, meses… o, como en mi caso, a más de un año de haberla visto por primera vez es que me atrevo a analizarla.
Víctima y agresor, reflejados en una obra de arte. Su relación propicia un thriller convencional a priori, desarrollado de forma nada convencional.
Estamos muy poco acostumbrados al cine que nos invita a participar del otro lado, a ser espectadores activos de obras abiertas.
Sí, es verdad que hasta lo más aparentemente convencional nos hace partícipes de un juego, que un simple truco de montaje bien ejecutado nos pone el trasero al borde de la butaca y ¡ay del final si no cumple las expectativas! Pero hablo de otro grado de compromiso. En el sentido en que gente como Godard, Erice, Kubrick, Bergman o Lynch nos llevan a los niveles más arriesgados y comprometidos de la abstracción, no tan preocupados de que “se entienda” lo que narran como sí lo están Murnau, Lang, Hitchcock, Truffaut o De Palma cuando transgreden más delicadamente las estructuras tradicionales.
En todo caso, es siempre mejor cuando menos intelectualizado y más natural se sienta el proceso, como si literalmente la contemplación de las escenas se convirtiese en una inmersión y fuésemos esa visitante de museo que, sobrecogida ante el mar pintado por Brueghel, siente que se hunde en él cual Ícaro bajo el sol. Momento precioso, dentro de su fealdad: la protagonista no resiste el síndrome stendhaliano y cae abatida en medio del tumulto, pero en su mente lo hace en las aguas del Egeo y tras llegar al fondo arenoso es besada por un espantoso pez. Así tenemos el mito “bella y bestia” a los pocos minutos, para vaticinar el tono posterior del relato y su naturaleza de lucha femenina contra la monstruosidad del mundo. Por otra parte, está el ser que no puede volar demasiado lejos, es decir, observar demasiado seguido lo que ofusca sus sentidos.
Argento tampoco ha sido nunca un simbolista cargante, sino de una sutilidad tan secreta que se vuelve sensual. Claro está que, para alcanzar el refinamiento de este trabajo, ha necesitado ejercitar al máximo la introspección y una mayor cercanía con los personajes, sobre todo en Ópera y Phenomena, para mí sus dos obras máximas a día de hoy y casualmente también protagonizadas por mujeres. Y justo ahora es que debo confesar la razón más subjetiva, el por qué me maravilla en especial esta película, al margen de unas pocas escenas con gran presencia de pinturas, efectos especiales un tanto naif y una trama policíaco-psicológica ultraconvencional tanto en el presente como en los 90.
Es que no solo lo estético me atrae de El síndrome de Stendhal, sino lo poderosamente actual que resulta a casi tres décadas de su existencia. Por lo que hace a favor de la mujer. Lo que tiene Argento por decir de ella como ser social, como realidad más allá de la ficción a la que ha estado reducida incluso en su propio cine, me parece de un tacto, una seriedad y una hondura que conmueven. A través de la inspectora Anna, de Anna la víctima, de Anna la agresora, tantos personajes femeninos adquieren al fin la voz que en otras reivindicaciones se queda más bien corta.
Thomas Kretschmann compone uno de los villanos más inquietantes en la filmografía de un autor muy dado a ellos.
¡La trama! Ya me olvidaba de resumirla, y hablando de esta película en particular resulta importante. Veamos…
Anna es el nombre de pila de la inspectora Manni, interpretada por Asia Argento (la hija de un director mejor aprovechada por su padre ante una cámara); siguiendo pistas en pos de un psicópata feminicida llamado Alfredo (Thomas Kretschmann), primero violador y luego asesino de sus víctimas ultrajadas, nuestra protagonista acaba en el interior de una de las principales galerías del mundo, rodeada de obras de arte bajo cuya contemplación sucumbe: ese síndrome con nombre de escritor francés que se manifiesta en observadores sensibles de la belleza artística. Al despertar, ya nada será lo mismo. Cada vez más frágil de cara al arte y en la inquietante presencia de Alfredo, Anna se jugará el estado de su propia psique durante el macabro enfrentamiento que le espera.
Decía que convenía resumir el plot, dado que un lector en desconocimiento de la película merece al menos un matiz dramatúrgico de lo que se avecina, si decide buscarla y consumirla. Pero casi me olvidaba de hacerlo, porque… En efecto, la historia es absolutamente disparatada.
Cuanto menos, tanto como la de cualquier giallo o thriller noventero, y eso está bien. Uno no entra en el terror bajo las normas de su vida cotidiana. Me refiero a que el argumento, más o menos detallado así en cualquier blog o sitio donde Google destaque el film, ni por asomo brinda una idea de la experiencia emocional y humanística a la que nos invitan el autor y la estrella de Trauma, otra que es tan mala y buena al mismo tiempo.
Asia Argento definió su personaje como una mujer que, tras su profesión, esconde una gran vulnerabilidad… la cual aflora ante el síndrome de Stendhal.
Para explicar mejor mi punto de vista, por un momento pongámonos cinematográficamente psicoanalíticos… teniendo en cuenta que el psicoanálisis de película es mucho más elemental que en la realidad la mayoría de las veces.
En la vocación profesional de Anna, que decidió ser policía fuera de su pueblo, y en la extraña atracción que se mueve entre ella y el feminicida, podemos leer subtextualmente que hay un pasado de abusos por parte de su padre… un señor que ni siquiera actúa bien pero que se parece sospechosamente al enemigo de su hija. Bien, eso es válido, puestos a teorizar.
No obstante, a mí el componente que me conquista a partir de lo sugerido es la sublimación de esa posible mujer curtida en vejaciones, dispuesta a no dejarse doblegar nunca más bajo las caderas infames de un maltratador. Si cuando ve a Alfredo está viendo a su propio progenitor y actúa por odio recargado, prefiero intuirlo y no saberlo porque el guion me lo grita.
Muy sugerente es ver a Anna boxeando, endureciéndose por dentro y por fuera, entrenando hasta sangrar, “demostrándole” a su compañero de trabajo (Marco Leonardi, el Toto adolescente de Cinema Paradiso) cómo se siente ser violada y, en detrimento de sus equivalentes del cine americano, mucho más decidida e inflexible cuando le saca ventaja física al agresor en lugar de creerlo desmayado y salir corriendo. Por instantes parece la pariente italiana de Nikita “dura de matar” o de Maggie “Million Dollar Baby”, pero su afán de prepararse para lo peor está más cerca de Andrew (Ben Aldridge) en los flashbacks de agresión/reacción de Llaman a la puerta. Solo Shyamalan ha vuelto a transmitirme, con un personaje ultrajado, ese crecimiento ante la indefensión dentro del fantastique.
En plena madurez, el cineasta definió a su hija como la mejor actriz con la que ha trabajado. Han colaborado en otras cinco películas: Trauma, El fantasma de la Ópera, La madre de las lágrimas, Drácula y Gafas oscuras.
En Tenebrae nos introducía Argento en una especie de futuro cercano a la Italia de los 80, donde el principal adelanto social que intuíamos era de un atraso considerable: un mayor grado de violencia de género en el ambiente y la sensación continua de desamparo en cada esquina. En El síndrome de Stendhal el salto es tan brutal como de Psicosis II a Psicosis III: la atmósfera está aún más enrarecida y tóxica. El escenario de tantas historias anteriores parece de pronto una exclusiva, y excluyente, tierra de hombres. Policías, psiquiatras, criminales, familiares, algún amigo…
Anna hace sus cosas de personaje, de la ciudad al campo y del campo a la ciudad, rodeada de ellos todo el tiempo. Muy poca presencia de mujeres a lo largo del recorrido, y en cuanto salen estas parecen llevar escrito “Próxima víctima” en la frente. No duran nada en pantalla. Nadie atrapa al que las tiene en jaque, a ellas y a su género. Solo Anna parece capaz de entenderlo… e intentarlo.
Ella, la Madonna de las indefensas en un mundo posmoderno y cosificado, vengadora de tantos cuerpos curvilíneos ensangrentados a lo largo del cinema. La más vulnerable heroína de un dios hacedor de varias (Phenomena, Ópera, Trauma, Gafas oscuras…), que la somete a todo para al final regalarle un plano que es pura Pietà.
Su hosquedad progresiva, la conducta masculina que va asumiendo, su lucha por la supervivencia y la venganza, los intentos de disfrazar lo indisfrazable: nada que haga Anna Manni será suficiente, su destino está escrito. Por lo menos hay un cineasta dispuesto a acompañarla en su tortuoso descenso a la psicosis, quizás identificado con ella por su aspecto quebradizo, por la caída de ojos que lleva el sello Argento.
Desde que la revela al inicio como a una dama hitchcockiana de paseo, cargada de objetos seguidos por la cámara y compartiéndonos su punto de vista, hasta que la agobia con cámaras, luces y extras en un clímax desgarrador donde Asia grita como no he visto a otra actriz gritar. Filmándose otra toma no hubiera podido recogerse tan bien ese desgarro de vida, que es como si la película nos pidiera el socorro que no podemos prestarle.
Los demás no están preparados para captar la esencia de lo que ha sufrido. Nosotros tampoco. Argento ha plasmado la realidad en toda su belleza y en todo su horror, y es su realidad. Somos libres de entrar en ella, advertidos de que podemos quedar marcados de por vida. Como Stendhal cuando, mareado y jadeante en la Santa Cruz, quedó empequeñecido para siempre en medio del arte.
Ficha técnica
Título original: La sindrome di Stendhal; Año: 1996; País: Italia; Dirección y guion: Dario Argento; Fotografía: Giuseppe Rotuno; Montaje: Angelo Nicolini; Música: Ennio Morricone; Reparto: Asia Argento, Thomas Kretschmann, Paolo Bonacelli, Marco Leonardi, Luigi Diberti, John Quentin; Duración: Dos horas.