La familia. Ilustración: Dyan Barceló
Nadie se parará a bailar la canción de casino que suena en la bocina portátil. Es un tema viejo del tiempo cuando mis primos mayores juran y perjuran que eran los dueños de las discotecas. Sus piernas son mis piernas y, por tanto, sé lo patones que podemos llegar a ser.
Tal vez más para adelante en la fiesta familiar, cuando la cerveza comience a subirnos por el cuerpo, como si fuéramos un tanque y se acumule en los pies y ascienda hasta la cintura y llegue a la cabeza y nos brote a chorros por las orejas, echemos un pasillo. Sus bocas que no se hartan ni de cervezas ni de palabras son mi boca.
Ahora se cuenta y se cuenta. Repiten las mismas anécdotas que oigo desde que vine a la primera reunión en brazos de mi madre y que vi en una fotografía. No sé si siento que estos cuentos están dentro de mí, como si se escondieran en los intervalos entre la sístole y la diástole, de tanto escucharlas, o porque forman parte de mi genoma. Soy carne y hueso y el relato de los que me antecedieron. Sus historias son mi historia.
Todos tienen algo que decir. Las verdades y medias verdades surcan el aire como balas. Un tío, patriarca y jardinero del árbol genealógico, relata que el primero de la estirpe, mi bisabuelo, vino de las Islas Canarias para esta otra Isla, de zunzunes y tiñosas, para huir al servicio militar de Franco. Consigo trajo una maleta con par de trapos y un apellido. Aquí tuvo ocho hijos criollos, que a la vez concibieron a su propios hijos, criollos al cuadrado, rellollos, y poblaron un pequeño batey casi en la frontera entre Matanzas y Mayabeque, que en los 90 inundaron para hacer una presa. La tierra de mis ancestros, aunque yazca bajo el agua, como la Atlántida, es mi tierra.
Una prima lejana, aunque desde pequeño me enseñaron por la mentalidad de clan que familia es familia, en vez de lo que queda bajo el agua habla de lo que se nos fue por el aire. La señora sentimental y la más católica del lugar -con la cerveza que le llega al ombligo- recuerda todos los que se marcharon. Esas heridas que no cicatrizan por la distancia son mis heridas, marcas del tiempo que nos tocó sobrellevar.
Cita la prima tanto a los que regresan de vez en cuando, porque les cuesta alejarse del todo; y a los que el jet lag, 15 años después, aún no se les cura y nunca más han estado en una fiesta donde nadie sabe bailar casino, porque son tan patones como él. Están, también, los que con el apellido que se trajo mi bisabuelo de España en la maleta buscan hacerse súbdito de su majestad para que se les abran, también, los cielos. Mi cielo es tu cielo, aunque cuando mires hacia arriba te encuentres un poste de madera astillada con una cablería vieja o un edificio de 50 niveles con piel de cristal.
Está la familia y la «family» y, de ninguna de las dos, sin importar de qué lado del estrecho de la Florida te halles, te puedes desprender, porque sería como arrancarte de cuajo una parte de ti, como adentrarte un paso más en el olvido. Encuentro en tus ojos mis ojos, aunque ninguno de los dos heredó los azules grisáceos de la abuela que se ha saltado ya cuatro generaciones, pero no perdemos la esperanza de que aparezcan en la quinta.
En otra parte del patio de tierra donde fiestamos, no sabemos por qué todavía, tal vez porque, por suerte, hoy hay dinero para comprar unas cervezas y un pedazo de carne de puerco, se recuerda a los que ya no están con nosotros: los que lucharon con dignidad contra el cáncer que los corroía hasta el final, el que murió demasiado joven en un accidente automovilístico, los que mantuvieron unidos los legados hasta que el tiempo les dobló las rodillas, los que cedieron frente al vicio y los que se largaron puros. Ninguno se olvida. Mis muertos son tus muertos y una de las funciones de la familia resulta esa: recordar, del polvo venimos y a la memoria regresamos.
Tantas historias se entrecruzan que la bulla oculta la música. Me pregunto por qué somos así, ruidosos, como si el silencio nos molestara. Alguien recita una décima de amor picante, como para que no olvidemos las herencias de yagua y tierra colorada, colorada como la sangre seca. Tu sangre es mi sangre y no hablo de ADN o genética.
El alcohol ya llega al pecho. Los primos mayores sacan a pasear sus mejores pasillos y me recalcan otra vez por qué las pistas de los clubes nocturnos me son esquivas. Esta tarde regreso a mí. Me construyo y reafirmo, al observar a los que me rodean, a los que comparten conmigo: pies descoordinados, muertos, sangre como tierra colorada y una boca que no se harta ni de palabras ni de cervezas.
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