A veces, cuando no me queda otro remedio que acudir a mi celular para redactar esta columna, desde la aplicación donde redacto emergen ciertos íconos relacionados con las palabras escritas, y he llegado a disfrutar la bota de alpinista que aparece al escribir el término mochilero.
Y es que es muy similar a las que me prometió un amigo hace muchos años ante mi afición por viajar. Siempre aguardé por aquellas botas con el mismo entusiasmo infantil con que esperé la llegada de una bicicleta que me prometieron de niño. Y, aunque ha pasado el tiempo, no pierdo la esperanza de que algún día me sorprenda la llegada de las botas.
Pero como la vida obra de manera misteriosa, desde hace poco aquella promesa de la bicicleta que me hicieron de niño la hizo realidad un gran amigo casi 30 años después.
Por eso espero que un buen día también lleguen sin avisar mis botas de alpinista, que, si bien no las usaré para escalar montañas, me permitirán recorrer la vasta geografía que aún me resta por conocer.
Y es que el mayor temor que puede embargar a un mochilero tiene que ver con la rotura inoportuna del calzado, algo que por suerte nunca me ha sucedido pese a que muchas de mis aventuras las realicé con tenis raídos a los que prolongué su existencia sin compasión. Si pudieran emitir algún sonido, se hubiese escuchado el lastimoso crujir como expresión de sufrimiento.
No obstante la precariedad antes descrita, recorrí como mochilero la Isla de una punta a la otra y atravesé más de un río caudaloso, hasta ascendí el punto más alto de Cuba.
Y por esas cosas raras de las providencia, la vez que estrené unas botas en uno de mis viajes, se me hizo casi imposible el avance. Recuerdo que comenzaron a pesar como bloques fundidos a mis pies, al punto de que comencé a extrañar mis viejos tenis guerrilleros.
En aquel tiempo no usábamos el término mochilero aún, por lo que preferíamos nombrarnos Guerrilla de blogueros.
Reza un refrán que el hábito hace al monje, pero, ahora que lo pienso, más allá de la mochila, no recuerdo una prenda en particular que me distinguiera. Prefería un short (ahora en la aplicación me muestra como ícono relacionado una bermuda con palmeras) y un pulóver para mis andanzas de mochilero, que casi siempre terminaban en el frescor del agua, lo mismo en un río que en una playa.
Algunas prendas corrieron mejor suerte que otras, como aquel short color chocolate con hojas de bambú que me acompañó a varias de mis aventuras. Era de nailon y, en caso de una zambullida, se secaba a los pocos segundos.
Una mención especial merecen mis mochilas. Conservo un grato recuerdo de tres, en particular, (aquí no enumero las que me acompañaron en mi infancia) que resistieron los embates del tiempo.
Para un aficionado a la aventura, emprender un viaje con un maletín es una especie de sacrilegio. No logro explicarlo, pero pocos momentos me entusiasman más que tomar una mochila por un tirante y, mientras corro detrás de un camión, me voy colocando el otro, presto a trasponer la baranda de un salto, caer y, sentado en la cama del vehículo, inclinarme hacia atrás para amortiguar el golpe de mi espalda con la mochila. Realicé este ejercicio cientos de veces en los parajes más insospechados.
Aún conservo mi última mochila, muy similar en tamaño y forma a la de ciertos turistas que viajan a Cuba como mochileros. Me costó 32 dólares y la adquirí gracias a la venta de un puerco que crié durante un año.
Recuerdo que el dinero tenía otro destino, pero, al verla colgando en la ventana de una casa, me sedujo desde el primer instante. Juntos tuvimos vivencias inigualables. Me amortiguó aquella vez que trepé un Kamaz en Topes de Collantes, y cuando decidí montarme en una camioneta china rumbo a Cienfuegos que tomó tal velocidad que me obligó a evocar a la Virgen más de una vez.
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Por muy poco, nos quedamos hechos añicos a un costado de la carretera mi mochila y yo.
Me falta el valor para condenarla al basurero, a pesar de los tantos remiendos que luce como cicatrices de guerra. Dudo que resista una aventura más, pero se merece al menos permanecer cerca de mí, como esos artículos y objetos que poseen un gran valor sentimental y de los que uno nunca se desprende.