Los estadios de pelota y los milagros que se escuchan como un ¡crack!

Los estadios de pelota y los milagros que se escuchan como un ¡crack!

Público en juego de pelota de la II Liga Élite del Béisbol Cubano. Fotos: Raúl Navarro González.

Quizás existan lugares que se reconozcan por el olor, como las guaraperas y esa fragancia dulzona de cuando les exprimen el alma a las cañas en el molino eléctrico; o una plaza en carnavales, donde la fragancia sobrecargada de las frituras de maíz en el aceite hirviendo se mezcla con el hedor del orine; o los hospitales con ese aroma aséptico a creolina, que asusta tanto al que no está acostumbrado que te hace extrañar el orine de los carnavales. 

Hay otros sitios que se identifican por el sonido. En estos se crea una banda sonora que se vuelve inconfundible. Si por algún segundo el ruido desapareciera, como si Dios hubiera apretado Mute en un mando universal, todos se marcharían de ahí, porque nunca sería lo mismo. 

Imaginen por un momento qué sería de un estadio de pelota en silencio total. El bateador está en tres y dos, con las bases llenas, en el último out del inning. En el corazón nudoso de la madera se encuentra el jit del desempate. 

Las personas soplan las trompetas, improvisadas con una placa de radiología, para entusiasmar al jugador y a sí mismas, entonces las mejillas se hinchan y luego regresan a su estado normal para insuflar vida al instrumento, pero nada ocurre, solo silencio que se suma al silencio. 

Los miembros de la conga golpean el cuero de los tambores, pero ningún pie de los que están sentados en los quicios de concreto marca el ritmo, porque a sus oídos no llega nada, solo silencio que se suma al silencio. 

El pítcher lanza una línea, porque piensa que en un mundo donde adoramos a los trenes bala la velocidad lo puede todo; el jugador logra impactar la bola, pero tú no escuchas el ¡crack! que antecede a los milagros —el mismo que debió oír Moisés cuando dividió los mares, o el que disfrutas cuando te percatas de que los 200 pesos que dejaste en el pantalón no se rompieron al viajar por el vientre de la lavadora—, mas, solo te llega el silencio que se suma al silencio. 

La bola se desvía en un claro foul hacia el lado izquierdo de las gradas, va como un proyectil y todos creen que se dirige a su cabeza, se apartan hasta que crean un espacio vacío donde debe caer el batazo, el público grita mientras se aleja del lugar, no tanto por el miedo a la contusión, sino como si fuera un juego dentro del juego de pelota; sin embargo, a pesar de la algarabía, solo resta el silencio que se suma al silencio.  

Notas cómo al vendedor de chicharrones de viento, que utiliza la carátula de un ventilador como cesto para sostener los paquetes, le baja y le sube la nuez de Adán por el cuello con cada pregón, que normalmente intenta sobreponerse a la bulla general, porque debe demostrar que se puede sobrevivir del viento; pero solo logra el silencio que se suma al silencio. 

El pítcher volvió a agarrar la seña del cácher, levanta la pierna y desplaza el brazo hacia atrás, si la velocidad no funcionó lo intentará ahora con una curva —como si hoy no estuviera para nada y solo le queda eso, la curva, como recurso— y la pelota realiza una parábola en lo que surca el aire, pero el bateador se adelanta, de nuevo no se escucha el ¡crack! de los milagros, el mismo que sentiría si descubro que puedo convertir el agua en cerveza, el mismo de cuando en la cola del cajero tropiezas con un amigo que te ahorra 10 personas; no obstante, al final, como aún no han quitado el Mute, aún solo resta el silencio que se suma al silencio. 

La pelota se eleva y se eleva, como un sueño de la fuerza de gravedad, y el público se levanta de los asientos, vocifera de puro entusiasmo, las bocas se mueven, los labios se contraen, las lenguas hacen figuras detrás de ellos; pero nada, ni gritos de júbilos ni palabrotas por no creerse aún que las tornas de la suerte se giran a su favor, solo el silencio que se suma al silencio.

Con tanto silencio acumulado, las personas comienzan a desencantarse, de a poco abandonan sus puestos y caminan hacia la salida más cercana. Tal vez el lugar donde más se nota la euforia identitaria del cubano; esa que te hace gritarle, de esquina a esquina, a una figura lejana que se te parece a un socio que no ves hace años para que se detenga y así poder alcanzarlo. 

La euforia es ruido y el ruido es la vida que se vanagloria, como la carrera del que acaba de hacer un jonrón por el cuadro, y los estadios de pelota, como el Victoria de Girón, donde se juega por estos días la final de la Liga Élite entre Matanzas y Artemisa, no tendrían razón de ser sin poder demostrar a voz de cuello la pasión donde los milagros suenan a ¡crack!  


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