Nostalgias de un mochilero: De polizón en el Hanabanilla (II)

el Hanabanilla

No sería aún el mediodía cuando nos apeamos de un camioncito que nos había trasladado desde Manicaragua, para dejarnos frente a un entronque silencioso, con grandes herbazales en ambas orillas de la vía. Daba la impresión de ser una carretera muerta, por donde no transitaba nada, solo el silencio roto por alguna rama o el canto lejano de un ave.

Decidimos avanzar y en el horizonte solo avistaba una curva, impidiéndonos conocer qué nos aguardaba más allá.

Mientras caminábamos, encontramos algunas matas de guayabas cimarronas que nos sirvieron de desayuno, o más bien de almuerzo, dada la hora. Las frutas nos permitirían conservar las tostadas y la porción de la barra de dulce de guayaba. ¿Recuerdan las tostadas de la primera parte de esta historia? Pues hasta ese minuto eran el único alimento seguro con el que contábamos.

Cuando ya habíamos avanzado una distancia considerable, llegamos a la ansiada curva, pero mucho más allá se veía otra, despertando la duda de si realmente llegaríamos al lago Hanabanilla, que era para mí, hasta ese minuto, una presa. 

Desde la distancia nos llegó el eco de un vehículo, y mientras se acercaba, aún sin poder distinguirlo, reconocimos el sonido inconfundible de un tractor. La alegría inicial que nos produjo el hecho de toparnos en aquel camino desolado al menos con tractores, se fue apagando al descubrir que no tenía carretera.

Nuestra señas de desespero y rostros un tanto angustiados sensibilizaron al conductor, que accedió a llevarnos a los cuatro. Dos viajaron a cada lado del chofer, de pie sobre los escalones, sosteniéndose de los tubos del parabrisa.

Los restantes viajamos en la parte trasera, sobre una pieza cuadrada y de metal donde se ajusta el arado. No recuerdo si sentí miedo a caerme, porque en otros momentos durante ese mismo trayecto experimenté el verdadero terror.

Fue sobre el tractor que logramos divisar las aguas del Hanabanilla en toda su inmensidad, incluso constatamos la presencia de un hotel con piscina. El conductor samaritano nos dejó a pocos metros del caserío. 

Nunca manejamos la idea de visitar la instalación turística (creo que en aquel tiempo no estaba permitido el acceso de nacionales a ciertos hoteles); en cambio, quisimos conocer aquel asentamiento, perteneciente a uno de los parajes más hermosos de Cuba.

Avistamos una cafetería y una escuelita, que se llamaba, si la memoria no me falla, Mariana Grajales. 

En una plataforma de cemento, cerca de la orilla se encontraban varios botes boca abajo. “El lugar idóneo para pasar la noche”, dijo Valdivia con marcado liderazgo, y todos caímos en la cuenta de que éramos puros aventureros, y que en cualquier momento nos sorprendería la oscuridad.

Un poblador, intrigado por nuestra presencia, se nos acercó. Le explicamos nuestra intención de acampar a orillas del Hanabanilla para continuar viaje hacia Topes de Collantes en la mañana.

“Un trayecto extenso y arriesgado”, dijo. “¿Por qué mejor no se embarcan en La Estrella, navegan el Hanabanilla, y los acercamos a un punto donde podrán continuar viaje hacia su destino? Así me ayudan a  trasladar una carga hasta mi finca”.

A mí, en lo particular, me resultaron confusas aquellas palabras: ¿estrella; navegar; carga; finca en el medio de aquel lago inmenso?

Solo al rato, cuando aparecieron unos pioneros que descendieron velozmente una pendiente, para acercarse a la orilla donde aguardaba una embarcación, comenzó a cobrar sentido lo que había escuchado.

Desde hace poco más de cinco décadas, según nos contó el hombre, varias embarcaciones de la Base de Transporte Fluvial de Hanabanilla se encargan de trasladar a los niños que viven en diversos puntos del lago, hasta la escuelita Mariana Grajales. Los recogen en la mañana, y regresan en la tarde.

Cuando los pioneros ocuparon su lugar en la embarcación, nosotros, aún en tierra, esperábamos las orientaciones de nuestro benefactor.

Próximo a él se encontraba una montaña de sacos, unos 60 aproximadamente. Ante nuestra cara de susto, por la sospecha de que se tratara de una ilegalidad, nos presentó al capitán de la embarcación y nos aseguró que todo tenía papeles.

– “Tengo un convenio porcino y cada tres meses me traen el pienso desde Cumanayagua. Luego debo trasladarlo hasta mi finca. ¡Por suerte aparecieron ustedes!”


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Sin más palabras, y luego de cargar aquel cúmulo de sacos, nos subimos a La Estrella. Perplejo, por la belleza del paraje y la alegría de esos niños que cada día debían atravesar un gran lago para recibir clases, me sentí una especie de polizón, de intruso que arribó sin permiso al Paraíso, donde sabe que no pertenece.

En el lago Hanabanilla existen varios islotes. Mientras la embarcación avanza estos van quedando atrás para darle paso a hermosas montañas que nacen casi perpendiculares desde el agua. En varios puntos de su superficie surgen especies de atracaderos, y más arriba se ven las casitas, dónde el patio puede ser una gran montaña. En esos lugares esperaban las madres a sus hijos.

El recorrido duró poco más de una hora, y la decena de estudiantes fue abandonando la embarcación, hasta que solo quedamos el capitán, el criador de puercos y nosotros, los mochileros. El hogar más distante era precisamente la finca donde desembarcaríamos el pienso. Al rato llegamos al lugar y resultó mucho más fácil descargar los sacos.

Tras culminar la faena, el guajiro. agradecido. nos obsequió algunas frutas, panes y un pomo de jugo de mango. Al estrechar nuestras manos le dio algunas instrucciones al capitán. Cuando la lancha retomó el viaje caímos en la cuenta que ya era de noche. Una inmensa luna llena se asomaba, tímida aún, por encima de las montañas.

En algún punto del recorrido los motores detuvieron la marcha. La embarcación se ubicó frente a una pendiente oscura e impenetrable.

– “Ese es el camino a Jibacoa. Les encenderé el reflector para que logren distinguirlo. Mañana pueden continuar hasta Topes de Collantes”.

Y añadió el capitán:

– “Subiendo esa pendiente, a unos 400 metros, hay una casa abandonada. Allí pueden pasar la noche”.

(Continuará)

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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