Aprovecha el tiempo con mamá antes de que te reemplace por un actor turco

Aprovecha el tiempo junto a tu mamá porque cualquier día te reemplaza por Karaman, un turco de pelo canoso y mirada entrecortada y matadora, que ella te dice que es como colirio para los ojos. Todos los días entre semana, a partir de las tres de la tarde, sabes que tu madre no es tu madre, sino un chicle que pegaron a la butaca. No se te ocurra aparecerte con “mamá esto, mamá aquello”. Tu mamá a partir de las tres de la tarde no es tu mamá, es la novia de Karaman.  

Aprovecha el tiempo junto a tu mamá porque cualquier día te reemplaza por el último chisme que la amiga del trabajo tiene para contarle. La ves recorrer la casa con el inalámbrico pegado al oído. No sabes de lo que hablan, pero a cada rato te llegan frases fugaces. Limpia el fogón —con una sola mano, porque en la otra lleva el teléfono— sucio de grasa, porque aún no aprendes a freír un huevo sin salpicar todo; y suelta un “¡Candela!”. 

Dobla la ropa limpia, incluso esa que le dijiste que no lavara porque aguantaba otra puesta. De pronto resuena un “¡Yo siempre lo supe!”. Eso sí, las madres todo lo saben y lo que no, te lo sacan. No hay escapatoria. Salvan el mundo, con una sola mano, recuerda que en la otra llevan el teléfono, porque no pueden perderse el chisme. Y la mía exclama: “¡De madre!”.  

Aprovecha el tiempo junto a tu mamá porque cualquier día te reemplaza por la mascota de la casa. Cuando te portas bien, cuando no tiene nada por lo que pelearte —lo cual sucede muy poco, porque su arsenal si de bronca se trata bien abastecido está—, se faja con el perro. Es el mismo perro que rescató de la calle, cachorro, ocho años atrás, antes incluso de que se hablara de animalismo en Cuba, y que viste cómo le dio leche con un gotero, porque de tan débil no podía abrir la boca.

“¿Por qué te orinaste en la sala?”, le pregunta, y el perro avergonzado baja la cabeza. Tú te sonríes ante la escena, porque donde está él estuviste y estarás tú. “Si lo vuelves a hacer…”, sigue y sigue, y el can pone los ojos llorosos. De repente ella se vira hacia ti y te comenta algo así como: “Es como un niño, parece que me entendiera”.

Aprovecha el tiempo con tu mamá porque cualquier día te reemplaza por videos de animales de Internet. Con los espejuelos de cerca en el borde de la nariz, arrellanada en el sillón, sonríe y sonríe mientras contempla el celular. Pasas por su lado. “Mira los monitos bebés”, te dice. Piensas que quizá creciste muy rápido; que quizás ella hubiera querido que fueras niño por más tiempo, verte de un lugar a otro de la casa mientras dejabas una estela de caos detrás de ti, que quisieras con el amor ingenuo de los infantes y no con el amor equilibrado de los adultos. 

“Yo quiero un monito de mascota”. No estás seguro de si en Cuba permiten adoptar un mono ni, si lo aprobaran, cómo conseguir uno; sin embargo, es tu madre, y por ella te meterías en medio de la selva como un Indiana Jones, por ella le traerías el elenco completo de Tarzán. Si tu madre quiere un mono de mascota, un mono de mascota tendrá.

Aprovecha el tiempo con tu mamá porque cualquier día te reemplaza por un cactus o una malanga de hojas brillosas. En orden de prioridad de supervivencia en el hogar se encuentran las plantas, el perro y después tú. Si ella sale de viaje y a ti se te olvida regar las plantas y estas se marchitan, lo más sano para ti es ir a la terminal y agarrar el primer tren. No importa su destino, sino que te lleve bien lejos, a Turquía por ejemplo. Ahí buscas a Karaman, y solo si te apareces con él en la casa puede ser que te perdonen. 

Tal vez esta ira, no de Dios, pero sí de Diosa, cuando se marchitan las malangas proviene de que, al ser madre, al engendrar o cuidar un ser —porque hay quien, aunque nunca haya estado en un salón de parto, madre es—, aprende a amar la vida en la forma que venga, sea un cactus, un monito bebé o un perro juguetón. No por nada en las civilizaciones antiguas se veneraba la maternidad como aquello que renovaba la creación. 

Al final, sabes que no te va a reemplazar ni por todos los actores de Turquía ni por el chisme que puede poner el mundo patas arriba. Así que, esta última vez, la frase que me ha servido para concatenar esta crónica la dejaré en la palabra que constituye el epicentro de todo lo hermoso y el último refugio, madre. Solo escribiré: ¡Aprovecha el tiempo con tu madre! 

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