Ilustración referente la caza del camión.
El reloj marca las seis de la mañana y llego a la terminal de Matanzas convencido de que un viaje intermunicipal es un acto de fe, un acuerdo de uno con uno mismo, en el que asumimos la tarea de salir de casa, decididos a transitar esa distancia entre un punto A y un punto B.
Mi objetivo es llegar a Coliseo, un pequeño pueblo de paso al que ningún medio de transporte tiene como destino final. Acostumbrado a pagar el viaje íntegro hasta Jovellanos o Colón, pese a bajarme una veintena de kilómetros antes, me sumo a la masa compacta de personas que sondea el ambiente a la espera de algún vehículo que prenda el motor.
Nadie me pregunta a dónde voy, nadie me da el último en la cola y nadie me pide mi lugar en la fila. Un anciano sabio, de esos que deben aparecer en toda buena historia, me mira a los ojos y me dice: “Esto es la ley de la selva muchacho, el sálvese quien pueda”. Aquellas palabras eran la confirmación del caos.
Pasan las horas y ningún camión parece moverse; las máquinas son impagables y las guaguas no llegan. La masa compacta comienza a crecer y la selva a encogerse. Me da por hacer números, sacar cuentas, calcular las pocas posibilidades que tengo de subirme a ese transporte que no llega.
Justo entonces uno de los camioneros se dispone a cargar hasta Colón y estalló la bomba. Veo cómo el enjambre se descompacta en dirección al camión y queda aplastado sobre la puerta metálica que abre a duras penas. Podría simularlo perfectamente con una masa cruda y un embudo pequeño.
Las personas maldicen y se golpean unas a otras. Desde afuera del tumulto alguien pide un espacio para que pase una embarazada, mientras en el frente de la batalla dos hombres intercambian codazos para ver quién sube primero. Un muchacho ágil y menudo trepa hasta una de las ventanillas y entra por ella, sin importar el rechazo colectivo expresado en frenéticos alaridos.
Al final, el chofer, colérico, decidió no dar el viaje y cerró el asunto con un grito: “¡Rómpanme la puerta para que ustedes vean, partía de salvajes!”. El camión retrocedió y la masa volvió a compactarse, al tiempo que algunos aún maldecían y otros llamaban al orden; incluso alguien propuso restablecer una cola que nunca existió.
El momento pasa y todos vuelven poco a poco al estado civilizado, del cual salieron abruptamente unos segundos atrás. El anciano sabio de mi historia se me acerca de nuevo para despedirse: “Ya estoy muy viejo para esto, muchacho; suerte en la próxima cacería”. (Por: Boris Luis Alonso Pérez)
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