San Miguel de los Baños es un pueblo silencioso; tanto que tus propios pensamientos parecen escándalo y desorden público.
Tres o cuatro viejos cuchichean en una esquina: lo mismo de casi cada rincón de Cuba, apagones, precios altos y despedidas. Se quejan de que hace semanas no les llega el agua, porque se frió el transformador que posibilita el bombeo. Sin embargo, eso dura solo unos segundos. Luego cambian de tema.
Un carro parece un objeto anacrónico allí, un usurpador. Par de pioneros hacen algún chiste subido de tono para su edad; pero es tan vasta la soledad allí que suenan como un piar. Uno no puede dejar de preguntarse a qué edad esos niños recogerán sus bártulos y se marcharán del poblado. San Miguel muere de a poco y ellos no quieren participar en su funeral.
En algún momento San Miguel no fue así. El silencio apareció, con su ropa de luto, con sus labios pálidos, cuando el Gran Hotel Balneario con sus aguas mineromedicinales cerró. Esta agua que tanto dolor alivió, con su sabor a azufre, como si proviniera de las entrañas ácidas de la tierra, ahora la cargan en porrones y pomos los pobladores para poder lavarse los dientes, ablandar frijoles, no secarse de sed.
Cuando el hotel lo abandonaron los hombres y lo tomaron las avispas y los grafitis, los visitantes dejaron de hacer escala en ese asentamiento a siete kilómetros de la Carretera Central y los habitantes comenzaron a marcharse, uno detrás del otro en procesión, sin santo, ni cruz ni Miguel.
Entonces el silencio comenzó a campar a sus anchas, a sentarse en los portales, a acomodarse en las camas. Como otros tantos lugares al callar su eje económico, también el pueblo a su alrededor calló. A veces parece vivo, pero habla tan bajo que en ocasiones creería uno que no existe. (Por: Guillermo Carmona/Fotos: Raúl Navarro González)
