Rosmery colecciona muñecas. Son muchas. Demasiadas diría yo. Para exhibirlas, las colocó por toda la casa; sobre la grabadora vieja, encima del televisor, en el estante de la sala, en el sofá. Todas arregladas y bien vestidas, porque esperaban una visita.
“Antes tenía setenta y siete pero ahora tengo setenta y seis, la que falta se la regalé a una niña que no tenía”, al decirme aquello en su rostro se dibujó la sonrisa más sincera que he visto. Rosmery es más alta que yo y me lleva dos años de diferencia, pero para entender esta historia, tendremos que asumir que es una niña y que siempre lo será.

Su afición comenzó desde la infancia, por lo que familiares y vecinos siempre que pueden le regalan una muñeca nueva. Para ella da lo mismo si es de las que le traen las amistades de afuera o si son de telas, confeccionadas a mano, a todas las quiere por igual. Memoriza sus nombres, sus gustos, sus historias.
La muchacha elabora personalmente las sayas, blusas y vestidos que luego cubrirán los cuerpos de plástico, que van desde las más perfectas barbies hasta entrañables muñecas de trapo.
Me muestra sus libros de vampiros y los materiales con los que cose las telas, como si quisiera compartir todo su mundo, hay algo de soledad en su mirada: “Ya casi ninguna de mis amigas de siempre quiere venir a jugar conmigo, y las niñas nuevas del barrio tampoco, pero no importa. Yo juego sola”.

Vive con su madre Milagros, de 56 años, que dejó el trabajo para cuidarla desde pequeña. El estado cubano le paga una chequera de apenas 3 mil pesos y le asignó un televisor hace veintiún años: “Yo era muy enferma”, me dice Rosmery mientras le peina el pelo a una de sus piezas, tienen que lucir perfectas, hay visita en la casa.
“Lo otro que me queda para entretenerme es leer y coser, porque se me rompió el televisor y no hay dinero para arreglarlo”. Le gustan las películas de vampiros. Es capaz de mencionar cientos de títulos de memoria y resumirlas con un increíble nivel de detalle. Ahora no le queda más remedio que verlas en el teléfono. A veces sueña con que entran por su ventana y la muerden en el cuello, y amanece temiendo al sol. Pero al final son solo sueños.

“¿Cómo se llaman las muñecas?”, le pregunto. “Ariel, Emily, Diana, Ken, Amber, Sasha, Pocahontas, Marilyn, Margot, Aguamarina… “, me responde. A la madre le aterra dejarla sola y me comenta que ha decidido no morir nunca, que la va acompañar siempre, que ella es lo mejor que le ha pasado en la vida.
Desde que tuvo edad para ello, la dirección municipal de Educación le asignó una maestra ambulatoria que la enseñó a leer y calcular. Rosmery extraña las clases en la mañana y llama a su profe cada vez que tiene un chance. Milagros me dice que no puedo irme sin escuchar leer a su hija.

La muchacha busca en el teléfono, en una aplicación para leer, hasta que da con la portada de Entrevista con el vampiro de la escritora Anne Rice, escoge un fragmento y comienza:
“Veo que no me cree. Muy bien, lo acepto. No le pido que crea. Si tal fuera mi intención, le pediría que se fijara en la fina capa de polvo que cubre todas las superficies de este oscuro y húmedo hotel, en las telarañas que no limpia nadie, tan intrincadas e imperturbables como las que hay en el propio Versalles…”, su lectura es fluida.
“Le pediría que mirara mis dedos largos y afilados y me contemplara a mí, sentado aquí, inmóvil en esta silla de respaldo recto. Pero no lo hago. Porque usted no me cree, y nada de lo que yo pueda mostrarle o decirle hará que me crea, salvo su propia voluntad de hacerlo. Lo único que le pido es que me escuche.”

Rosmery tiene necesidades educativas especiales, además, padece de diabetes, miopía y cataratas en un ojo. Milagros la acompaña a exponer sus muñecas en la Casa de la Cultura de la localidad cada vez que hay un evento, y le consigue la tela para que les cosa ropa: “Ahora mi hija es emprendedora, montó un negocio de reparar muñecas y coserles vestidos”, la madre me muestra un modesto cartel en la puerta de la casa que afirma que el servicio cuesta entre cinco y nueve pesos cubanos, según la dimensión de la prenda.

Milagros lamenta no tener café que brindarme. Rosmery se despide aclarándome que, si pongo a sus muñecas en el periódico le diga a la gente que le regalen más, a ver si llega a cien, que las recibirá con esa sonrisa, que es capaz de borrar cualquier ápice de lástima, pese a todo.

