Zen 

Zen . Foto: Raúl Navarro
Zen . Foto: Raúl Navarro

El miércoles cuando el Sistema Electroenergético Nacional (SEN) falló, quería comerme el mundo. Era una de esas jornadas en que se me alinearon los astros internos. Abrí las puertas del chakra, una por una, con sendos tirones. Me sintonicé con el universo y no le temía a la inmensidad; al contrario de semanas anteriores, en que me movía por fuerzas inerciales —la rutina, la costumbre, el tedio— o por esa necesidad que uno tiene de trabajar para no morirse de hambre. 

Ese día preparé tostadas con panes viejos de la bodega y me di el lujo de untarlas con una mayonesa que guardaba para una ocasión especial desde hace meses. Me puse un pantalón limpio que aún olía a detergente y un pulóver de salir, aunque solo fuera para ir al trabajo. Quería sentirme poderoso y excepcional. Estaba en modo Zen. 

Me sumergí en la ciudad como si la descubriera por primera vez. Los edificios eran corales y los transeúntes, graciosos pececillos que nadaban a su alrededor. Cuando te hallas en esa disposición de ánimo, crees que nada malo te puede suceder. Crees que les conoces algún sucio secreto a los dioses de la fortuna. 

Llegué al trabajo. Quería escribir un texto hermoso, no sé, algo de que Matanzas era una gran barrera coralina, preciosa, con sus peces payasos y barracudas y globos. Abrí el Word. Me dispuse a colocar la primera línea. Miré un momento la hoja en blanco. Ella me devolvió la mirada. Presioné una tecla, quizás una L o una N. No recuerdo. Entonces, el monitor parpadeó e hizo un fundido en negro. Las luces del techo murieron. El ventilador calló. 

Pensé que, sencillamente, era un cambio de fase, una pequeña discontinuidad en el espacio tiempo. El circuito donde quedaba mi centro laboral es priorizado. Volvería rápido. Salí de la oficina hacia un sitio abierto. Tocaba llevar a cabo ese acto al que los cubanos no nos ha quedado más opción que acostumbrarnos: esperar. Sin embargo, les repito, yo andaba en mi modo Zen. Nada ni nadie me iba a sacar de él. 

Me conecto a Internet para matar el tiempo un rato. Por una publicación de un periodista de La Habana leo que el SEN cayó. No era la primera vez que ocurría; pero la última vez fue meses atrás. Incluso, uno pudo pensar que no sucedería más. Al parecer la Guiteras se apagó y consigo arrastró el SEN. No es secreto que la infraestructura eléctrica del país está muy débil. Cualquier eventualidad lo hace temblar hasta los huesos de las termoeléctricas, hasta las espaldas plateadas de los paneles solares. 

Supongo que quedaba un triste consuelo. No era la primera caída. Ya hay una práctica en su puesta en funcionamiento; tal vez esta sería más rápida que en las veces anteriores. También a nadie le conviene tener un país como las luces del árbol de navidad, que después de diciembre se guardan en un cuarto de desahogo, desconectado, sin uso ni utilidad. 

Por ello, imaginé un montón de gente, aquí y allá, tratando de levantarlo lo más pronto posible, personas que quieren hacer su labor con prontitud. Su familia, como la nuestra, también está a oscuras. Participan en ese rito de la angustiosa espera, mientras intentan que los víveres no se echen a perder, que a los teléfonos y los ventiladores recargables para los niños no se les agote la batería. 

Subí hasta el parque central de la ciudad, a un par de cuadras del trabajo. Todos hablaban de lo mismo. En la piquera de la esquina, los mototaxistas se lo informaban a sus compañeros recién llegados de un viaje. Los vecinos se preguntaban desde el balcón qué había sucedido ahora, mientras colgaban en la tendedera alguna ropa lavada a mano. 

Casi todo el mundo andaba con el móvil en la mano para enterarse de qué sucedió y por qué y hasta cuándo. La gente entraba en modo SEN. Ese sería el tema del que se hablaría el resto del miércoles y, probablemente, el jueves. 

Por mi parte, me senté en un banco. Las puertas del chakra comenzaron a cerrárseme, como cuando una ventolera-niña corre dentro de una casa. Los astros internos se regaron como juego de yaquis. El universo me dio la espalda y la inmensidad me enseñó su mejor cara de mala mujer. Ese miércoles el mundo me comería en vez de yo a él. 

Respiré profundo. No dejaría que me apabullaran. La jornada se vaticinaba forzada, de esas que crees que no acabarán y que todo lo malo que puede ocurrir ocurrirá. Sin embargo, por una cuestión de orgullo, de cierta fe incierta, no quería que mi modo Zen se transformara en SEN. 

Abrí el blog de notas del teléfono, por suerte con casi toda su carga. Ya no haría aquel texto sobre una ciudad que es una barrera coralina con anémonas y martillos y sierras, pero tampoco quería mantener el silencio. Miré la hoja en blanco. Ella me devolvió la mirada. Presioné una letra en el táctil, una E —esto sí lo recuerdo bien— después una l. Terminé la primera oración que decía: “Este miércoles quería comerme el mundo”.

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