
Este calor que no nos deja vivir
Él me despierta. Agarra mis hombros y me da tirones hasta que abro los ojos. Llevamos años de convivencia, pero no ha aprendido aún a respetar mi sueño. Es un maleducado que nunca aprendió a decir por favor ni permiso. Solo llega y trata de imponerse. Se sabe más omnipresente en esta Isla que Dios.
Por su culpa siempre me levanto igual, agitado y con la sensación de que no descansé nada. Mi cuerpo en algún punto de la madrugada, las dos o las tres, solo se quedó sin carga.
Mientras yacía en la cama, inmóvil, él rondaba el cuarto. Tal vez por eso no dejé de moverme en toda la noche. Su presencia me incomodaba. Sus ojos de tizón y lumbre no se separaban de mí. Si no logro, por lo menos, recuperar un poco de energía, mañana no seré persona, solo otro muerto viviente, uno de tantos cadáveres con locomoción que transitan las calles de la ciudad.
Mientras me dirigo hacia el baño, no para de hablar sobre mi nuca. Su saliva me baja por la espalda. Abro la llave del lavamanos. ¡Déjame en paz, coño! Me echo mis buenos gaznatones de agua en la cara, en el pecho, en los hombros. Se calla por un momento.
Desayuno, no tomo café porque se me acabó el polvo ayer, saco los perros para que orinen en el patio. Reviso si no dejé ninguna luz encendida por si aparece la otra, la esquiva señorita inglesa Megawatts, y me funde los bombillos. Al final, aunque ella venga poco, me sigue cobrando sus servicios como en nuestros mejores tiempos. Me visto para ir al trabajo. No quiero ponerme pantalones. Me pongo los pantalones. La gente seria no puede andar por ahí en shorpetas, aunque las piernas se te cuezan debajo de la mezclilla.
Nada más sobrepaso la reja del patio, viene él hacia mí otra vez. Estoy molesto, muy molesto. Se me frunce el seño. Me pongo hasta nervioso de tanta molestia. Gotas de sudor me bajan por la frente, por el costillar, por lo muslos. Creo que en este instante sería una excelente salina. De mí podrían extraer la sal necesaria para un país.
Cruzo de la acera de los bobos hacia la de la sombra, pero igual me persigue. Sin embargo, le baja par de rayitas a la intensidad. Quizás se percató de que deseo huir de él. A veces imagino mudarme hacia una nación donde no pueda encontrarme. Sería un pueblo hermetizado con carros cerrados con sistema de refrigeración, con casas con clima centralizado y las ventanas bien trancadas para que él no pueda entrar.
En otras ocasiones, sencillamente, rezo por un frente frío, por un aguacero torrencial que refresque las paredes y techos de esta Cuba que, de tan altas temperaturas, parecen palpitar como un corazón al borde de un ataque.
Me encuentro con un amigo. Este también va para el trabajo, pero él, a diferencia de mí, no ocupa un puesto serio. Envidio su short y sus piernas libres en que los poros le transpiran y el sudor le arremolina los bellos. Antes de darme los buenos días, aunque ambos sepamos que no son buenos días, me habla de él.
Como yo, tampoco lo aguanta más, lo desquicia. Ayer, me cuenta, se dio cuatro duchas. Solo en esos momentos, con el ruido de pedradas del chorro, consiguió que detuviera esa perorata, con su lengua de hornilla, con su pronunciación de las tierras del fuego.
Igual que sucedió con mi amigo con sus hermosas pantorrillas al aire, cada vez que tropiezo con un conocido, conversa sobre lo mismo. Ya no lo soportan. Están mareados. Necesitan alejarse de él: armar una fiesta con piscina y no invitarlo, rentar una playa en el confín de mundo. Quizás en un punto hagan dos o tres comentarios sobre la señorita Megawatts, pero enseguida, mientras se secan el cuello con un pañuelo, retoman el tema, con más fervor todavía.
Unas cuadras antes de llegar al trabajo, noto una cafetería con un aire acondicionado tan potente que por la parte de atrás de las vidrieras se observan gotas de agua condensadas. Al parecer han disfrutado el lujazo de tener corriente par de horas. Entro. Puedo permitirme comenzar la jornada laboral unos minutos después.
Pido un expreso. Él me mira desde la calle al otro lado de los cristales. Me tomo el primer sorbo de café y le saco la lengua. ¡Qué hermosa sensación poder espantarlo! Cuando acerco la taza a mis labios otra vez, las luces del lugar se apagan, se detiene el siseo del split. Él abre las puertas de par en par. Entiendo, entonces, que nunca podré escapármele.