
¡Se compra cualquier pedacito de pan!, y otros pregones. Foto: Raúl Navarro González
Nunca sabré quién se despierta primero, si Dios o mi mamá; sin embargo, aquella mañana de domingo, ella se lanzó de la cama a eso de las seis. Antes de armar la cafetera, antes de sacar a los perros para que fueran a orinar al patio, abrió las puertas del balcón. Luego, se asomó y, a través de las barras de metal de la reja, trató de distinguir a algún panadero o escuchar su pregón, como una pena con alma en medio de la madrugada.
Oyó la llovizna que se desprendía de la mata de mango del vecino del frente, los ladridos de guapería inútil de nuestros perros, que comenzaban su trifulca con los gatos que se pasean por el techo, y los primeros roces libidinosos de los automóviles con el pavimento; pero nada.
Dejó las puertas del balcón abiertas y se puso a trajinar en la cocina. Cuando desperté, a eso de las siete menos cuarto, se daba sillón en la sala con una taza de café recién hecho en la mano, aún a la espera del panadero para poder desayunar. Me senté en el otro y ahí nos quedamos ambos en silencio, por miedo a que una palabra dicha por nosotros tapara el grito del vendedor y nos quedáramos en ayunas.
Ahí, en el echa pa´lante, echa pa´atrás —si lo pienso bien, Cuba se parece al balancín del sillón—, recordaba esos tantos textos o programas de televisión, donde se hablaba del pregón como parte de nuestra identidad. Tal vez a los cubanos nos guste la parafernalia; Rita Montaner alcanzó la fama, mientras cantaba el manisero en los clubes de París, “¡maní, maní, maní!”. Yo, si los precios siguen en ascenso, pronto estaré como ella, pero gritando ¡money, money, money!, que suena muy parecido, por las mipyme de Matanzas.
Hace mucho no encuentro, para continuar con el tema, una mulata de turbante y moño alto con su cuerpo de africana y el ceceo de las españolas. Una vez, tiempo atrás, quise comprarles un maní a una de ellas, esas que agarran la idiosincracia por el mismísimo moño, en La Habana Vieja. La señora vendía el cucurucho a 25 pesos. En ese momento me insulté, porque en otros lugares, que eran Cuba y no la Cuba que le pregonamos a los extranjeros, estaba a peso.

Un reordenamiento después, en lo que esperaba una guagua en una parada matancera, detuve a un hombre, de antebrazos de Popeye y con cara de sueño, nada que ver con las mulatas de cejas postizas y bembas rojo vergüenza; le pedí uno, lo tenía en 50. No trató de hacerme ninguna rebaja ni jugar ni convencerme de nada al observar en mi rostro la sorpresa. ¿Lo tomas o lo dejas?, creí leer en su expresión.
Ahí, en el sillón, con mi madre al lado, que a cada rato buscaba con la mirada el pequeño reloj en la mesita del teléfono y aún no aparecía el panadero, reflexionaba. Creo que en Cuba se ha perdido la práctica del pregón, porque, normalmente, la demanda supera la oferta.
No necesitas promocionar un producto —una barra de pan que, si se encarece más, podremos guardarlas en bóvedas y decir que son lingotes de oro y que con ellas respaldaremos el peso cubano—, si sabes que los clientes no te faltarán. Te lo quitarán de las manos. Correrán detrás de ti sin pulóver, con las chancletas de baño y una jaba de nailon que zarandea el aire, como una bandera de rendición, cuando se percatan de que te alejas calle arriba.
Hay quienes utilizan el pregón como una forma de buscar materia prima. Están aquellos que no se creyeron que los españoles agotaron todo nuestro oro y van por ahí, pidiéndolo a voces. Les da lo mismo que sea, incluso, un pedacito. Es mejor algo, que creer que ya no nos queda oro. Hace poco me despertó de una siesta el pedido de alguien que compraba las cajas de cigarro de la bodega a 300 pesos, las que adquieres por 30. Realmente, sentí mucha lástima por los fumadores. Para ellos se pronostican cuchillas en el aire cuando le pongan su respectiva multa a la caja.
—¿Oyes eso? —me pregunta mi mamá y para de darse sillón.
—¿El qué? —yo escuchaba un sonido en la distancia, pero no lograba distinguirlo.
—El panadero. Ahí viene. Coge el dinero y espéralo en la calle.
A toda velocidad bajé hasta el frente de la casa. Avanzaba hacia mí un hombre en bicicleta, como casi todos, flaco, vestido con camiseta aunque aún persistía la frialdad de la madrugada.
“¡Coge tu pan aquí!”, gritaba y yo me preguntaba, como en un viejo chiste: si es mi pan, por qué lo tiene él. Mi madre se paró en el balcón para supervisar la compra.
Hay quienes, aunque saben que de una manera u otra, se desharán de su mercancía, intentan hacer su gestión lo más placentera posible para él y su público. Entonces, montan un espectáculo: cantan, usan rimas, juegos de palabras que, al escucharlos, te sacan una sonrisa. Por Matanzas andaba un dulcero que, en vez de vociferar, grabó su pregón y lo reproducía en unas bocinas, en bucle. A esos, a los ingeniosos, los pispiretos, los simpáticos, les perdono que interrumpan mis siestas, que me saquen de quicio cuando trato de escribir una crónica como esta y no hallo una palabra.
—¿A cuánto el pan, compadre? —le pregunto cuando se detiene.
—A 350 la jabita con ocho panes.
Miro hacia el balcón. Mi madre me hace señas con la cabeza de que no. Estaba demasiado caro. Regresé derrotado al sillón. Escuché de a poco cómo el pregón se alejaba hasta que, sencillamente, desapareció en un domingo que no prometía mucho.
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