
—¿Trasanco?
—¿Sí?
Quien abre la puerta es un anciano desgarbado, de huesos largos y cejas pobladas. Sus mínimos ojos nos interrogan; no desde la desconfianza, sino desde el asombro, la curiosidad. Cuando le decimos que estamos ahí para entrevistarlo, su rostro se desfigura en una sonrisa amplia, amplísima, y nos abraza. “Entren, entren, siéntese”, dice, y casi que nos hala hacia el interior de su casa, de su vida.
Luis Sandalio Trasanco González vive en su casita de Colón, rincón de la geografía matancera que habita desde el 3 de septiembre de 1939.
“Nací con la Segunda Guerra Mundial. La mayoría de los historiadores considera que comenzó el día primero, pero algunos dicen que fue el 3”.
Mientras Francia y Gran Bretaña le declaraban la guerra al Tercer Reich de Adolf Hitler, llegaba al mundo, en la finca Laberinto, entre Guareiras y el central Santa Rita de Baró, quien se convertiría en el titiritero de manos más hábiles y apellido menos usual del entorno colombino —e incluso más allá—.
“Mi papá era español. Los Trasanco provenimos de Lugo, una provincia de Galicia; la misma de Ángel Castro, padre de Fidel. Un señor muy católico, diácono de la iglesia. Le gustaba ir al circo, y me llevaba con él. Allí descubrí mi inclinación por los muñecos, observando a Pastrana, un mago ventrílocuo”.

Haría quizás unos 10, 15 minutos, ante la pregunta de cómo encontrar a Trasanco, la recepcionista de la Casa de Cultura Municipal de Colón no tardó en responder: “¿Ves esa cuadra? Doblas izquierda, luego derecha, sigues recto y pregunta por él. Aquí todo el mundo lo conoce”. Al contarle cómo dimos con su casa, Trasanco sonríe.
—Sí, soy muy conocido.
—Y muy querido, por lo que veo.
Trasanco fue maestro popular, instructor de arte y director de Casas de Cultura en Colón, San José de los Ramos y Calimete. A sus 85 años, le sorprende toparse en la calle con personas de 60, 70 años, que fueron alumnos suyos de primer grado.
—Recuerdo que había un laminario para enseñar a los niños a leer, y una de las láminas decía: “Mi monita maromera / salta de la mata al muro. / Mi monita maromera / come plátano maduro”, —recita y mueve los dedos en el aire, simulando los movimientos de la simia.
—Creo que usted nunca dejó de ser niño —elucubro.
—Dios no me dio la posibilidad de tener hijos. Por eso he dedicado mi vida a los niños. Donde quiera que veo a uno, me conmuevo mucho.
—Todos los niños son sus hijos, entonces.
—Así mismo —concede, sonriendo.


A pesar de haber recorrido todo el país con sus títeres, viajar a Bulgaria o cumplir misión internacionalista en Venezuela, Trasanco siempre regresa a Colón.
—Esta es mi ciudad, chico. Ah, y no pienso retirarme: la muerte me encontrará trabajando, cuando Dios disponga.
Se hace un pequeño silencio y, para romperlo, le pregunto si tiene algún muñeco a mano. “¡Cómo no!”, responde, y desaparece detrás de una puerta. Lo acompañamos, asombrados de lo difícil que es seguirle el paso, con todo y sus casi nueve décadas de vida. “¡Panaderooo, el pan suaveee…!”, gritan desde la calle, y no puedo evitar fijarme en el montoncito de baterías de litio y lámparas recargables que yacen en una esquina de la sala, conectadas a un tomacorriente.
“Mi sobrino, que me ayuda mucho”, explica al notar mi curiosidad, y me pasa por el lado con un maletín gigante, del que comienza a extraer títeres y marionetas de diferentes tamaños.
Reconozco a la gallina Turuleca, el brujito de Gulubú; incluso, al “doctorrr”, vacuna en mano. Trasanco alza al más vistoso de ellos en el aire (un negrito de vestir carnavalesco), desenrolla el encordaje e inserta sus dedos largos y deformes en la cruceta, con la que controla los movimientos del muñeco. El negrito baila, salta, hace equilibrio sobre sus manos, se hace el dormido.

—¿Y usted ya no actúa? —lo inquiere Raúl, el fotógrafo.
—¿Cómo que no actúo? —Trasanco finge molestarse—. ¡Este domingo tengo función!
Se refiere al proyecto Juguemos a conocer la cultura y la naturaleza, que desarrolla desde hace 27 años en el microzoológico de Colón. Gracias a este y otros espacios similares, que ha fundado y defendido contra viento y marea, Trasanco recibió en el año 2006 el Premio Nacional de Cultura Comunitaria.
“Y a los niños les gusta —prosigue—. Imagínate que, en los juegos de participación, les damos a escoger como premio entre un paquetico de galletas y un muñeco. Casi todos escogen el muñeco”.



Raúl se interesa por sus ojos: “¿Eso es una catarata?”. “Sí” —responde Trasanco—, “ya no veo de ese ojo”; y nos cuenta que está pendiente de un chequeo médico, prometido hace ya algún tiempo. Acto seguido, nos enseña su computadora, y reconozco el equipo de Nauta Hogar. “Estoy aprendiendo a usar Internet”, asegura.

—¿Y usted se siente atendido?
—Sí… Incluso, el Ministerio de Cultura atiende a los premios nacionales con una cuantía bastante considerable. Aunque, ahora que lo pienso, no es tan considerable nada… Tú sabes.


Antes de irnos, no puedo evitar hacerle “la pregunta”.
—Trasanco, ¿por qué lo comparan tanto con el Quijote?
—Primero, por flaco.
—El caballero de la triste figura —bromeo.
—Exacto. Y por loco. Soy muy inquieto, desde chiquitico. Un loco, pero de la cultura.
Mientras nos despide, Trasanco confiesa habernos estado esperando, a pesar de lo fortuito de la visita. Al verlo decirnos adiós con la mano, creo distinguir sobre sus articulaciones el brillo inconfundible de un hilo de pita; y, detrás, en la pared, la sombra de una cruceta y cinco dedos deformes. ¿Quién será el titiritero del titiritero? ¿Cervantes? ¿O acaso el Dios que dispondrá el día de su retiro? Trasanco cierra la puerta, y con ella su casa —su vida—, hasta la próxima función.
Cumpleaños 84 de Luis Sandalio Trasanco González – TV Yumurí
(Edición web: Miguel Márquez Díaz)
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