
El Rey entra como los reyes, como quien al poner un pie en un sitio por la ley de dios y de los hombres ese lugar comienza a pertenecerle. Así llegó él al Club de Ajedrez de Manhattan, soberbio, bíblico con esas canas dispersas en el cabello y que se le acentuaban en las patillas. Como un buen rey, de los que reinan por mérito, saluda a todos los que se encuentran ahí.
Él puede ser que lleve mucho tiempo de país en país, como un alfil que va de una punta a la otra del tablero, pero no abandona esa costumbre tan cubana, cuando arriba a una habitación, hace sonar cascabeles en el aire. Saluda a todos. A algunos les pone una mano en el hombro, a otros les suelta un comentario capcioso cuando observa la posición de sus fichas, y si el Rey lo dice hay que preocuparse.

Ese 7 de marzo, el Rey se dispuso a echar una partida para demostrar que, incluso sin una espada en la piedra, sin un imperio donde nunca se pusiera el sol o un reino que cambiar por un caballo, aún mantenía su majestuosidad.
Hace mucho tiempo que el Rey gobierna en sus 64 países. Primero fue un pequeño príncipe, cuando venció a su padre en la edad en que otros niños cazaban lagartijas que se camuflan en los arbustos del jardín.

Luego, jugó con mucha gente de grandes mostachos y que usaban tirantes y se peinaban con raya al medio, señorones de rancia alcurnia ajedrecística y habanera. A todos venció hasta que conquistó su primer país, Cuba, al ganarle al campeón Juan Corzo.
El Rey nunca estudió para ser rey. Nació con un don, como algunos nacen con los pies planos y no van a las guerras, u otros con la lengua estilizada para hablar en florituras. Tal vez el mayor defecto del Rey es saberse rey, saberse bendito, saberse soberbio. Pocas veces estudiaba para sus partidas o analizaba a sus contrincantes. Solo se sentaba ahí, frente al tablero, apuntaba con el dedo y reclamaba su derecho divino, su derecho mortal.
Ahí mismo, en el Club de Manhattan, después de conquistar su primer país, continuó su campaña. Su mecenas, el empresario español Ramón Pelayo de la Torriente, le financió sus estudios en Estados Unidos, aunque quería que el Rey cursara la carrera de Ingeniería Química; pero al Rey no le interesaba aprender a hacer pólvora para reventar parlamentos, sino cómo hacer que sus ejércitos se desplegaran por las casillas, por ello no iba a clases y prefería ocupar su tiempo allí, contemplando sus dominios.
El Rey siente un estallido en el pecho. Parece que su cabeza la pusieron en un torno y alguien lo aprieta y aprieta. Pronto no aguantará más. El último sonido que escuchará será el crac de sus huesos. Pide que le quiten el abrigo, que ese calor lo evaporará. Todos en el salón se lanzan a socorrerlo y aprestarse para trasladarlo hacia un hospital cercano.

Conquistó el mundo tan joven que no sabía qué hacer con tanto mundo, al vencer a Emanuel Lasker, regente de esas épocas. Y lo hizo así, como si chasqueara los dedos y el ángel exterminador erradicara una ciudad. Durante ocho años nadie siquiera pudo alzarle la palabra y se mantuvo invicto, como campeón del Globo.
Entonces, sencillamente, el peso del reinado lo superó. Lo machacó. Lo destruyó de a poco y perdió su título de campeón. El estrés de mantenerse en juego, de evitar golpes de estados, revueltas y arribistas llevó sus venas a su máxima tensión. Ello lo afectaría, incluso, después de que se retirara de sus menesteres reales.
Ahora lo trasladan al hospital Monte Sinaí al que llegó en coma. En ese mismo sitio, un año antes, había fallecido Enmanuel Lasker, uno de sus mayores rivales, a quien le ganó el mundo con 16 soldados. A las 5:30 de la mañana del 8 de marzo murió el Rey.
¡Ha muerto el Rey, larga vida al rey Capablanca!