Las dos guerras de Marquetti

Las dos guerras de Marquetti. Foto: Raúl Navarro

La rutina diaria de Juan Raúl Alonso Marquetti empieza con agua caliente, una cuchilla de afeitar y café. Prepara un termo de seis tazas que alcanza hasta el mediodía. Mientras disfruta del silencio de la madrugada, le entrega una de ellas a su esposa Ana Lydia. La hora en que se levanta nunca es la misma. Aprovecha la electricidad para adelantar tareas del hogar o fajarse con algún ventilador. “Arreglar un ventilador es más fácil que desarmar una mina en Angola; este Ciclón a mi lado es un salario del mes, lo arreglé ayer mismo y estoy esperando a que llegue la corriente para probarlo. Los vendo en 7 000 pesos, pero por la calle la gente pide 10 000”. 

Unas horas más tarde, mientras él impulsaba con las manos unas aspas para comprobar si giraban bien, en su mesa de trabajo, hablaríamos de cuando El Químico ingresó a un hospital de campaña por culpa de una extraña infección, tras un penoso accidente durante la misión en Angola.

—¿Un dedo? —le pregunté.

—Un dedo —me dijo.

“Explotó una mina antipersonas —una carga de 200 gramos (g) de dinamita pura— que redujo a Rafael a un torso con cabeza. Por los aires volaron brazos y piernas, pero sobrevivió, compadre, sobrevivió —continuó su relato—. El Químico fue uno de los soldados presentes cuando ocurrió. Solo sufrió heridas leves y algunos rasguños, pero cuatro días después lo llevaron a uno de los últimos hospitales construidos por los portugueses, aún en pie, cerca de Luanda. Se quejaba de malestar, fiebre y dolor intenso en una de sus nalgas. Creían que la causa era una infección por culpa de alguna mala sutura que después de ser alcanzado por el impacto no había sanado correctamente”.

Las dos guerras de Marquetti. Foto: Raúl Navarro
Fotos: Raúl Navarro

En el centro médico descubrieron al atar cabos que cuando las piernas, brazos, genitales y ojos de Rafael quedaron suspendidos en el aire por una centésima de segundo, y se fusionaron con la onda expansiva de la mina, uno de sus dedos fue a parar —como un proyectil— dentro de las nalgas del Químico. 

“Me parece estar viéndolo ahora mismo, ahí, en una camilla, recuperándose. Así que sí… un dedo”.

Marquetti también sufrió las consecuencias de aquel incidente, solo que sus heridas no fueron tan particulares. Sobrevivió a las otras tres minas que explotaron en cadena después de que Rafael detonara por accidente la que tenía entre sus manos. Esquivó 800 g en total de metralla. Como recordatorio, lleva una cicatriz larga y delgada, parecido al preciso corte de una katana japonesa, bajo su brazo izquierdo.

Me cuenta que desde un principio Angola no tuvo consideración con él o sus compañeros, no solo el enemigo era letal, o las hostiles flora y fauna, también ocurrían accidentes que diezmaban la moral del equipo, justo como el que cobró la vida de dos de sus compañeros: Vizcaíno y Perucho, al poco tiempo de haber empezado la contienda.

“Ocurrió un 23 de diciembre de 1975. Mi compañía iba a celebrar una fiesta con dos toneles de vino portugués, arroz congrí y puerco asado. La ofensiva había recomenzado después de estar un tiempo estancada, y nos dirigíamos a la frontera con Namibia. A Vizcaíno y a Perucho les explota una mina de madera. La cabeza de uno de ellos cayó irreconocible, y había brazos y piernas por todos lados. Eran las tres de la tarde y la tropa entera se hundió en la desesperación, al final no comimos”. 

Tal vez en ese momento se percató de que la guerra no era tan gloriosa como la pintaban las películas de su juventud, y extrañó el silencio de la finca en que vivía: Delirio Chiquito, en Máximo Gómez. Entrenaba la escalada gracias a una arboleda gigantesca que crecía en medio del patio. En la casa vivían él, su padre, su madre, dos hermanas y un hermano. Había bateyes por todos lados: Admiración, La Lola, Rancho del Medio, Las Carolinas, los conocía todos porque trabajaba para guajiros de esas zonas.

Se ganaba la vida desmochando cocoteros a escondidas de su familia. Le pagaban una peseta por subirse en ellos, tumbar los cocos y amarrarlos con una soga o bajar el racimo por alguna de las pencas. Utilizaba el dinero para comprar refresco Materva y durofríos hechos en refrigeradores de luz brillante, además, iba al cine regularmente, donde veía todo tipo de películas del oeste, aunque su filme favorito siempre fue Tarzán. Quizá de ahí proviniera aquella obsesión por subirse a cualquier árbol en su niñez.

Las dos guerras de Marquetti. Foto: Raúl Navarro

Pero ese interés primario fue reemplazado al poco tiempo por el de la vida militar. Entró a la Fuerzas Armadas en agosto de 1963, por pura convicción y la admiración que sentía por su padre, quien era miliciano y revolucionario. Atendió a un llamado que se hizo ese año para jóvenes voluntarios; en un principio no lo querían reclutar, porque no cumplía con las aptitudes físicas necesarias: “demasiado flaco”, le dijeron; pero la entrevista le posibilitó ingresar al ejército. Se graduó como ingeniero militar por la rama de zapador y sargento tercera en la Unidad Militar 1410, y en 1964 se convertiría en radiotelegrafista. 

“Un zapador eficiente debe percatarse de las condiciones del terreno, especializarse en quitar, poner y detectar minas, cualquier irregularidad que presente el suelo puede traducirse en una posible amenaza enemiga. Cuando se establece un campamento, el zapador puede plantar minas alrededor de este, mediante un DMO (destacamento móvil de obstáculos), y así retrasar cualquier posible ataque. En el caso de un DMO, las minas no se entierran debido a que son flotantes y se ven a simple vista. Los ingenieros deben recordar con exactitud dónde colocaron las cargas, porque el enemigo puede descubrirlas y activarlas a distancia con una mina de activación de fondo”.

Marquetti sabía todo aquello por las clases recibidas en la academia, donde le enseñaron los fundamentos básicos sobre cómo volar eficazmente puentes, líneas de ferrocarriles, la cantidad de dinamita necesaria para cumplir con estas acciones y cómo proceder a la hora de abrir un camino.

“Abrir un camino consiste en realizar una búsqueda exhaustiva con bastones metálicos buscaminas sobre la tierra. Los únicos autorizados, entonces, a dejar pasar a alguien son los zapadores. Tristemente, recuerdo que Raúl García Arguelles murió por eso: no respetó las órdenes de un especialista. Iba montado en el guardafangos de una tanqueta, cuando una mina antitransporte le costó la vida. Este tipo de minas se activan a la tercera pulsación, porque así aprovechan un mayor rango de impacto y multiplican el daño que pueden provocar. Cuando el primer vehículo las activa, empieza una especie de cuenta regresiva, un clic que continúa con cada pulsación, hasta que pasa un tercer vehículo y todo a su alrededor explota”.

En su taller no hay minas enterradas en el suelo, solo una gata blanca que nos mira desde lejos: Muselina, que se llama así porque su pelaje recuerda a una tela muy fina popular en los 90. Sobre la mesa de trabajo se encuentran piezas de todo tipo de ventiladores: tornillos, aspas metálicas y de plástico y cable de enrollado, pedazos de scotch tape y espejuelos que descansan encima de un periódico, además, un torno que se alza en una de las esquinas. A su derecha, en unos ganchos en la pared, cuelgan jabas de nailon con entrañas de ventiladores que esperan a ser funcionales en otros cuerpos. El ventilador es un donante de órganos por excelencia. 

Las dos guerras de Marquetti. Foto: Raúl Navarro

“La corriente me golpea muchísimo, porque no recojo o entrego un ventilador sin antes probarlo”. Por esa razón ha empezado a levantarse un poco más temprano de lo común, para aprovechar la electricidad. Le agrada la idea de crear quimeras de metal con forma de Input y motor de Senko, su Frankenstein particular. Los equipos con que más veces se ha topado son los Midea y los Daytron de los 80. Lidera una guerra sin cuartel contra la obsolescencia programada, y su método propagandístico favorito es el de rememorar la era dorada de los ventiladores en Cuba. “Los mejores eran los ciclones Daytron que venían de Venezuela y México; ah, y los Daytron pequeñitos que repartieron los comunitarios en Varadero eran una maravilla”. Sus conocimientos de mecánica, ligados a una pensión de 3 056 pesos, dividida en un pago normal y otro por el tiempo en que participó en la lucha contra bandidos, le ayudan a llegar a fin de mes. 

“Si agarras un ventilador y pesa lo mismo que una libreta, ese ventilador no sirve”. Supongo que esa debe ser la filosofía de un zapador: cargar con el menor peso posible, con el objetivo de causar bajas catastróficas en los efectivos del bando contrario.

Tampoco pesaba el equipo de zapador que llevaba consigo cuando se perdió después de una misión fallida, o como la llamaría él: maldita. “Yo llevaba mi AKM plegable, granadas y una pistola, cuando tuvimos que retirarnos en plena noche de un campamento enemigo. Llevaba comida enlatada: atún, espaguetis, hígado, bistec concentrado, que funcionaba a partir de la ingesta de una minidosis de carne, la cual se expandía dentro de tu estómago cuando tomabas agua, ah, y pastillas de refresco. A eso súmale bloques de TNT de 200, 600 y hasta 800 g”.

Les habían ordenado desestabilizar varios campamentos enemigos, y una madrugada, mientras hacían reconocimiento en uno de ellos, fueron descubiertos. Recorrieron más de 20 kilómetros a pie o condujeron un automóvil que debían manejar apagado siempre que se movieran a oscuras. Cumplieron con su misión, hasta que un par de soldados enemigos le pidieron al teniente Pozo una contraseña que él no conocía, mientras intentaban infiltrarse en su base.

Las dos guerras de Marquetti. Foto: Raúl Navarro

—Oigan, cállense, que nos pueden descubrir —les ordenó Pozo a dos hombres que él pensó que eran cubanos. 

Cuando le pidieron el santo y seña, respondió vaciando el cargador de su fusil, matando a los centinelas instantáneamente, pero alertando a todo el mundo. La decisión fue unánime, retirada.

“Quería alcanzar el frente cubano lo más rápido posible, para informar sobre el fallo de la misión a mis superiores. Sin embargo, fui a dar a una aldea. Allí comí funche, que es yuca cruda; los angolanos la comen con carne —también cruda— o dulce, como si fuera caña. Descansé, y unos días después logré dar con el frente. Nos habían preparado un funeral simbólico, nos creían muertos en combate”.

Ahora, muchos años después, sentado frente a su mesa de trabajo, arma y desarma engranajes con otra anatomía. Siempre que le llaman del otro lado de la puerta de su casa, se queda ensimismado unos segundos, como si esperara alguna orden. Después, entiende que en realidad es un amigo que viene a tomar café o un cliente que trae su ventilador roto. Marquetti sabe que ya no hay minas enterradas en el suelo bajo sus pies.


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Sobre el autor: Mario César Fiallo Díaz

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