Los amores perros

Los amores perros

Los amores perros duelen. Cuando se te muere y tienes que abrazar sin reciprocidad el cuerpo que yace en su rincón de siempre, y darle sepultura en el hoyo más fortuito, el más sagrado de pronto, en tu extrarradio.

Cuando el nuevo no lleva ni dos días bajo tu amparo y ya cae enfermo, y ya te toca correr al veterinario a todo trance de cuadra en cuadra, y ya empiezas a revivir el ciclo de sus vidas.
Cuando lo ves sufrir el embate de un ejemplar mayor, y te lanzas a sacarlo de ese torbellino de dentelladas aunque tú también te lleves una, aunque le quieras lanzar una al amo del otro.

Cuando, por el motivo que sea, te das cuenta de que ellos también lloran. A su manera, pero lloran.

Cuando te agachas a darle un último beso en el hocico, y pides a sus nuevos dueños, en su nueva casa, que lo tranquen en un cuarto para que no te vea partir.

Cuando durante un descanso en tu lejana travesía te sientas sobre la tierra, apartas la vista de la selva que te rodea, violas la regla de no sacar el celular y, entre todas las fotos que necesitas ver para abrevar tu alma, hay un montón suyas.
Los amores perros son bien perros.

Pero, con la misma…
Los amores perros salvan.

Cuando no solo lo salvas a él, sino que él te salva a ti, con su mirada que parece suplicarte: “No lo hagas. ¿Quién va a cuidar de mí?”.

Cuando te demuestra que se ha aprendido el camino porque te precede escaleras arriba y se detiene en la puerta del hogar que ya olfatea y reconoce como suyo.

Cuando ves cómo las inyecciones funcionan, y poco a poco vuelve a comer con ganas, hasta que un día se reconvierte en el soldado enérgico y leal a tus pies, como si una nube negra no hubiera pasado por su organismo y por tu ánima.

Cuando menea la cola, lo mismo por contento que por llamar la atención, o se revuelca con su trapo o juguete preferido, a menudo a la espera inconfesable de que se lo quites para jugar a agarrarlo otra vez.

Cuando por cualquier bobería ladra, a cualquier persona, en cualquier lugar, y sin que te percates de la diferencia, ese sonido te recuerda lo vivo que está.

Cuando, por el motivo que sea, te das cuenta de que ellos también ríen. A su manera, pero ríen.

Cuando, tiempo después, abatido sobre el fregadero del restaurante gringo, o en tu alquiler compartido a la espera de residencia española, recuerdas que entre tantos amigos dejados atrás hay uno que no olvidará tu olor ni cómo suenan tus pasos tras la puerta de la calle.

No te olvidará mientras viva, ni tú a él.
Por eso, los amores perros son buenos amores.


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